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martes, 23 de octubre de 2012

16. [Ph.] La belleza (III) y la epifanía del absoluto: la herida de Dios



La belleza y el  ἔρος
Platón era un hombre profundamente contemplativo y sensiblemente humano. Se dio cuenta de la existencia de una cierta polaridad entre el deseo instintivo del placer y el gusto reflexivo del bien. Para él el goce estético estaría situado en el marco del deseo instintivo del placer y, por lo tanto, sería un hecho humano de poca valía frente al gusto reflexivo del bien en donde estaría presente un goce más elevado, el de la belleza en sí misma. Esta dualidad aunque problemática a nuestra propuesta, nos permite divisar el dinamismo antropológico alrededor de la belleza. Platón  entendió que aunque hay un doble movimiento, el deseo instintivo del placer y  la elevación del gusto reflexivo del bien, ambos existen en una sola fuerza antropológica de origen divino: el ἔρος.

El ἔρος, como deseo o querer sería el impulso definitivo que o arrastraría al hombre hacia lo sensible o bien lo elevaría hacia la contemplación de lo eterno. Esta idea es fundamental para comprender la belleza y para comprender al hombre en su tensión tendencial hacia el ser y hacia el absoluto.

El ἔρος no sólo es inclinación o apetito sino que es una vis, una fuerza que está presente no sólo en ausencia del objeto como movimiento hacia sino también en su presencia, incluso en su posesión, precisamente como gozo de, aunque de distinto modo cuando se trata de gozo del ser (bien) o gozo de la contemplación del ser (belleza). Luego, entonces, el ἔρος es una fuerza que aparece en el hombre al entrar en contacto con el ser, al conocer la realidad, y que toma distintas modalidades según el tipo de relación que se establezca con los objetos que provocan su aparición.

La noción platónica de ἔρος y sus distintos tipos de aparición en la experiencia humana nos ayuda a comprender las relaciones entre lo sensible y lo inteligible, entre lo contingente y lo necesario entre el goce estético y la contemplación de la belleza en sí misma. Pero también nos ayuda a comprender la dinámica antropológica en un sentido más amplio. Y de un modo sumamente relevante en el discurso del pulchrum nos ayudará a clarificar, también, la estructura última del ser desde la que hemos planteado analíticamente el trascendental belleza.

El ἔρος: herida del ser
El  ἔρος aparece en el hombre como una fuerza apetitiva. Una fuerza apetitiva que en primer lugar podemos descubrir en la experiencia subjetiva, en la estructura de la persona humana, en la interioridad. Aparece como un movimiento que afecta al yo, a la persona en su núcleo interior y que tiene al mismo tiempo como referencia siempre el ser, o mejor dicho, algún ser en el horizonte del yo. Aquel ser puede ser el mismo ser inmanente del yo o bien, un ser trascendente al yo, o mejor dicho un ser transubjetivo o ambos pero en todo caso es siempre algún ser.


Tenemos este dato: el ἔρος se manifiesta en la vida psíquica como una fuerza de atracción o detracción, como una afectación profunda a la interioridad, al sujeto, al yo, y, aparece siempre en relación a algún ser. El ἔρος establece siempre una relación. Podemos decir que lo específico del ἔρος es que establece una relación de ordenamiento ex ipso ad alium. En este sentido, podemos hablar de ἔρος en un nivel mucho más amplio que el puramente subjetivo. Podemos hablar de ἔρος como tendencia general del ente, intrínseca, ex ipso. Esta tendencia sería, entonces, una disposición natural de un ente hacia otro que bien puede ser un ser fuera de sí o algún accidente a modo de perfección ulterior de sí e incluso hacía sí mismo como estabilidad en sí.

Esta comprensión ontológica del ἔρος estaría informando toda la realidad e impulsando su propio devenir. Schopenhauer se dio cuenta de que el dinamismo de la realidad está constantemente impulsado por una fuerza. Para él, el ἔρος estaría informando todo el devenir cósmico. Él se dio cuenta de este dato afirmándolo con vigor, aunque lamentablemente negando otros datos igualmente plausibles. Pero no es el único que lo ha reconocido. Toda la tradición platónica le da un valor importante al ἔρος, de modo particular Agustín ordena todo su pensamiento alrededor de aquella fuerza, el amor. De modo sorprendente Santo Tomás también lo asumió de la enseñanza de Agustín, con su claridad característica y su extensión comprensiva integrando el ἔρος tanto en  su metafísica general como en su antropología.
 
Aquella fuerza, el ἔρος, estaría siempre realizándose e impulsándolo todo para realizarse. El dinamismo del ser es impulsado por una fuerza, que no diremos voluntad con Schopenhauer (ni todavía amor), sino ἔρος con Platón, por una razón muy sencilla, la voluntad es, como veremos más tarde, elícita, y por lo tanto requiere conocimiento subjetivo mientras que el ἔρος de Platón bien puede entenderse como una fuerza divina en su causa primera y última, aunque inmanente en su operación, que lo mueve todo desde la estructura última de cada ser.

¿Cómo podemos entender este dinamismo del ἔρος en la estructura metafísica del ente? El ἔρος en la estructura última de cada ser se manifiesta como una tendencia que brota de su propia esencia realizada con su propio acto de ser. Una tendencia es una actividad natural, es decir un motus o una disposición al motus que brota de la esencia como principio operativo, y que tiende a un fin. El fin al que tiende, al brotar tendencialmente de la esencia, está de algún modo contenido potencialmente en la esencia. Luego, entonces, no tenemos otra forma de comprender el ἔρος que aquella visión altísima que nos ha otorgado Aristóteles: Acto y Potencia.

Cada ente tiene un estatuto estático: aquello que es hic et nunc. El estatuto estático es sumamente incompleto y parcial. Es propio del ente la duración. El ente es en el tiempo. El ente es medido por el tiempo. El ente no sólo es contingente, también es finito.  Luego, entonces, el ente tiene un estatuto dinámico: aquello que es bajo la medida de la duración. En este estatuto integramos como elemento intrínseco del ente finito el movimiento, el devenir. El devenir tiene un principio de estabilidad que es apreciable en la abstracción: esencia (y por supuesto también existencia). La esencia permanece realizada en el ente mientras aquel ente sea lo que es y conserve su modo de ser. El ser sin embargo, en cuanto a realización específica e individual de la esencia varía considerablemente en la perspectiva del estatuto dinámico del ente.

La esencia, en este sentido, se relaciona con el ser como potencia respecto a su acto. El ser se relaciona con la esencia como realización y por lo tanto perfección última, primera e incluso progresiva en el horizonte de la duración. De modo que el ἔρος establece una polaridad intrínseca a la estructura última de cada ser. El ἔρος es una fuerza que surge de la esencia, como potencia, o fuerza de realización intrínseca dirigida a un fin, τέλος. Luego, entonces, hay una relación directa entre esencia y fin. Podemos decir que en la esencia está el fin. El λόγος en su estatuto dinámico de realización, es decir, en el orden del esse, es también τέλος, y la relación entrambos está impulsada por el ἔρος. Y es que el ἔρος es tendencia de realización según un λόγος, conocido o desconocido por el ente, pero siempre bajo su principio estable de ser así que no es estático sino dinámico y por lo tanto teleológico.

De modo que el ἔρος es fuerza de realización de cada ente según su modo de ser, según su intrínseco λόγος en relación a su propio perfeccionamiento. Podríamos decir que si la esencia es potencia dinámica de realización actual el ἔρος sería por un lado aquel ordenamiento a modo de inclinación y por otro lado aquel impulso intrínseco como fuerza de realización. Así, encontramos dos notas intrínsecas del ἔρος: relacionalidad y fuerza de realización.

El ἔρος es, entonces, un principio relacional y un principio dinámico que se establece en el ente según su modo de ser. El λόγος de cada ente en cuanto realizado como potencia implica una carencia. Una carencia  relativa a su propio λόγος en el orden del ser actual,  puesto que es una carencia que está ordenada relacionalmente y dinámicamente hacia su propia superación. Este es el espacio del ἔρος. De la carencia específica a su realización concreta. Por eso, podemos decir, que el dinamismo del ἔρος sigue a una herida del ser. Esta es, desde luego, una noción metafórica pero sumamente conveniente. Sumamente conveniente porque indica dos de sus notas esenciales: su carácter intrínseco e inmanente; su ordenación a la superación. 


El carácter intrínseco e inmanente del ἔρος es más notorio en nuestro análisis si hemos dicho que pertenece a la estructura última del ente. La ordenación a la superación es la que, en este momento, queremos precisar más. La herida es una deficiencia o carencia que puede ser superada. Más aún el ente está ordenado a su superación. Se dirige hacia su propia salud, hacia su propia plenitud o realización. Pero no lo hace ni ciega ni azarosamente aunque carezca de entendimiento. Sigue un λόγος. Un λόγος, ciertamente, en gran cantidad de entes desconocido por ellos, pero no por eso inexistente. La esencia en cuanto potencia impulsa y relaciona su propia realización hacia su perfeccionamiento. Tal perfeccionamiento subsiste como posibilidad de realización en la esencia que es el λόγος del ἔρος pero se realiza en el movimiento hacia el τέλος.

Pero tal movimiento es a la vez múltiple y simple. Múltiple porque la relación de perfeccionamiento que establece el ἔρος se da con una multiplicidad de entes que aportan algo, a su perfeccionamiento. Esta relación lo perfecciona según aquel algo y según la relación con el ser de aquel algo. Este perfeccionamiento es un bien relativo, o bien un bonum secundum quid. Pero también existe un movimiento simple porque el ente se orienta hacia su realización total, que no anula su singularidad sino que la plenifica. Esta relación lo perfecciona alcanzando su bien absoluto, o bien su bonum simpliciter. El movimiento del ἔρος es siempre dual hacia el bonum secundum quid en tensión al bonum simpliciter, según el λόγος de cada ser. Pero dual no significa que sea "o lo uno, o lo otro" sino que se asocian ambos en el impulso del ἔρος, desde la esencia de cada ente. Esto lo podemos expresar también así: la realización secundum quid tiende a la realización simpliciter, del mismo modo que la relación con el ser transubjetivo impacta la realización del ser inmanente.

Y de aquí se deriva la noción trascendental de bien. El bonum no le añade nada al ser sino sólo una relación de razón que se toma principalmente de la relación con el espíritu y se puede aplicar a la totalidad de los entes. Bonum est quod omnia apetunt. El bien es un ente en cuanto apetecido. El apetito indica precisamente el dirigirse hacia algo. Appetere, petere ad, pedir algo, dice la definición nominal. Y es afortunada porque expresa lo que hemos venido diciendo: la esencia en su comprensión dinámica pide siempre que algo se dirige hacia algo que llamamos fin, y en el fin está la razón de bondad.

¿Pero no sería excesiva esta definición? La primera objeción sería la siguiente: si no es posible verificar un apetito en los seres inanimados la definición sería inapropiada. Por un lado tendríamos que decir que la objeción procede parcialmente. Pero, por otro lado, no absolutamente. La relación se toma principalmente del ser con el espíritu humano, pero al mismo tiempo podemos decir que tal razón de apetitibilidad puede encontrarse análogamente en los seres que carecen de vida a modo de simple tendencia de realización de su propio modo de ser. Si bien no se trataría de una carencia in strictu sensu porque no hay motus en el autoperfeccionamiento, si que hay un ser en sí mismo  que es lo que es. Hay estabilidad y su -αὑτός- perfección corresponde en permanecer en el ser siendo lo que es. Esto nos hace percibir la herida ya no sólo en un sentido negativo sino en un sentido eminentemente positivo. La herida no es realización desde la nada hacia lo más, sino siempre del bien al bien mayor como movimiento intrínseco. Pero en el ámbito del ente inanimado no puede haber bien mayor que su propio ser sin dejar de serlo. De modo que en aquel ente ínfimo se realiza esta fuerza como un orden de estabilidad en el ser y en el ser así. "A toda forma corresponde su inclinación propia

Y esto aunque parece irrelevante es sumamente relevante cuando intentamos comprender la estabilidad del cosmos y su devenir en el orden natural. Es verdad que existe un ἔρος en la estructura de cada ente y en relación a los demás que condiciona el dinamismo de lo real. Pero también hay que decir que la dinámica del ἔρος se aprecia más claramente en el viviente que tiene vida psíquica y de modo más pleno en el que tiene vida espiritual: el sujeto.

El ἔρος herida del sujeto
Es en el encuentro del sujeto con el ser cuando el ἔρος aparece con su fuerza más característica y con mayor claridad para nuestra comprensión. Ahora bien, esto nos abre la perspectiva ontológica a la antropológica y a la gnoseológica, incluso mostrando con sensatez las exigencias experienciales del realismo metafísico. El ἔρος no puede estar en un sujeto solipsista. El ἔρος aparece en un sujeto en relación con el ser como objeto y no sólo para mí, sino en sí. Por supuesto que es objeto para mí, pero lo es porque es antes un ente en sí que al entrar en relación con el sujeto toma la función de objeto. El ἔρος, estaría informando toda la experiencia subjetiva y el dinamismo psíquico. Por otro lado el ἔρος no surge como un movimiento ciego sino siempre como una tendencia secundum naturam, porque brota de la esencia.

Hemos hablado ya de esto aunque muy veladamente. Ahora trataremos de hacerlo más explícito. Lo haremos explicando el dato antropológico desde el metafísico. Hemos dicho que el ἔρος surge en el sujeto cuando se encuentra con el ser. Y surge a modo de impulso. Tal encuentro suscita en la vida psíquica una afectación profunda que integra todos los datos del objeto del encuentro, aunque algunos en conciencia y otros no.

Esta afectación, el ἔρος mismo, se aparece, también, como dato  a la conciencia a veces con mayor claridad que el objeto del encuentro como causa del ἔρος. Es decir, en el encuentro con el ser se presenta el ser como objeto y al ser conocido suscita el ἔρος que también puede ser presentado como objeto y ser conocido en sí mismo. Y esto se da de distintos modos y en distintos grados. Porque no todos los movimientos que se dan en el orden antropológico son específicamente conscientes sino sólo aquellos que por su naturaleza son elícitos, ya sea en el orden sensible, en el orden intelectual o en ambos. Existen una serie de funciones y actos inmanentes que auto-perfeccionan al hombre y se realizan sin la conciencia de sí ni del ἔρος específico. Sólo son conscientes aquellos que se suscitan en el encuentro con el ser a través del conocimiento sensible e intelectual. Esto no quiere decir que aquellos movimientos inconscientes sean irrelevantes a la dinámica consciente o no sean. Son presencia del ἔρος real en la dinámica antropológica sólo que en un orden menos perfecto que el del conocimiento, en el orden de las tendencias no psíquicas y que proceden inmediatamente de la naturaleza propia. 

Es precisamente el ἔρος que surge desde el conocimiento el que en la reflexión nos permite objetivarlo y conocerlo en la dinámica antropológica y ontológica. Sin embargo cuando se objetiva el ἔρος no se puede separar de su objeto en cuanto a que es aquel su causa objetiva que al entrar en contacto con la subjetividad genera su propio dinamismo. De modo que asumimos una unidad real en el encuentro entre sujeto y objeto y cualquier separación lejos de clarificar el análisis lo oscurece. Y este es un principio psicológico terapéutico. Dado que el principio superior de la estructura humana es la razón, la razón debe de integrar la totalidad de la personalidad incluyendo la actividad tendencial. Por ello ante el dinamismo afectivo que se provoca en el sujeto en el encuentro con el ser, es necesario identificar tanto la afectación (ἔρος) como su causa objetiva. Eso permite asimilar con λόγος la afectividad y la realidad que la suscita.

Si integramos algunas de las nociones metafísicas a estos hechos psicológicos podemos aumentar nuestra comprensión del hecho. En primer lugar el hombre como sujeto está en relación constante con el ser, o mejor dicho con distintos entes que son. El hombre está de este modo en relación de sujeto frente al ser transubjetivo que se constituye funcionalmente en su objeto. Pero también está en constante relación consigo, no sólo de unidad ontológica y de operación en cuanto principio sino que cada uno de sus actos incluso las relaciones que establece con otros entes, lo modifican en primer lugar a él. De este modo está en constante relación con el ser inmanente. 
Así que la apertura antropológica al ser es la condición en la que se realiza tanto la dinámica del ἔρος que lo llevan a obtener ciertas perfecciones secundum quid como la misma considerada en relación a sí mismo y a su realización plena simpliciter. Podríamos decir que el hombre experimenta aquella condición ontológica del dinamismo que implica que en su ser potencial, en su esencia hay una dirección de realización hacia la plenitud de su ser. Y lo experimenta en su doble sentido apetitivo, el que sigue al conocimiento y el que sigue a la esencia como principio operativo.
El que sigue a la esencia como principio operativo es llamado apetito natural, el que sigue a la forma aprehendida es llamado apetito elícito y en este segundo se integraría la totalidad de las tendencias psíquica siendo semejantes a la primera en cuanto a que proceden de la naturaleza psíquica pero a través de un acto de conocimiento que presente al sujeto de modo intencional, el objeto de la tendencia. Ambas siguen a la esencia, una a la esencia del ente en la que se suscita y la otra a la esencia del objeto que se presenta al sujeto, según la esencia del sujeto y su modo de ser porque lo contenido está en el continente según el modo de ser del continente.

“ El apetito natural es la tendencia que sigue una forma natural; el apetito elícito es una tendencia que sigue a una forma aprehendida”

Ahora bien, las tendencias psíquicas siguen a un acto de conocimiento. A cada acto de conocimiento le sigue una tendencia adecuada. Las tendencias sensibles (apetito sensible) orientan al sujeto hacia el objeto presentado por el conocimiento sensible. Las tendencias intelectuales (voliciones) dirigen al sujeto hacia el objeto presentado por el conocimiento intelectual.

Hay que decir, que en el hombre, las tendencias no son naturalmente puras, sino que se ven afectadas por la experiencia y la experiencia siempre se realiza en una determinada cultura. La tendencia se modifica por los actos de la experiencia. Se le añade algo. Este añadido inhiere en la misma tendencia como disposición operativa y le podemos llamar hábito. Las tendencias innatas, aquellas que no dependen de la experiencia y por lo tanto son ajenas, in principio a la cultura, pueden ser llamadas también instintos. Pero el instinto nunca aparece en estado innato, porque siempre aparece asociado a la experiencia vivida y por lo tanto a las tendencias aprendidas o adquiridas. Las tendencias aprendidas se instalan sobre las primeras y dependen del ejercicio, de la educación, en fin de la vida misma.

El instinto es una tendencia innata específica, porque surge de la especie, y en el caso del hombre se puede afirmar tanto en sentido biológico como en sentido ontológico. Surge del propio modo de ser, teniendo en sí mismo una finalidad objetiva que se funda en la esencia y que se dirige hacia su realización. A pesar de tener una finalidad específica tiene un modo de aparecer variable. Además es una tendencia compleja porque aparte de los impulsos sensibles interviene el conocimiento en general y circunstancial junto con las apreciaciones valorativas y afectivas. En este nivel convivirían los impulsos más básicos como son el de la preservación de la propia vida y el de la preservación de la especie, pero ambos bajo la misma noción de ἔρος en cuanto a tendencias.

De modo que en el hombre hay un ἔρος a modo de apetito natural, un ἔρος a modo de tendencias innatas, un ἔρος a modo de tendencias adquiridas, un ἔρος a modo de apetito elícito sensible y finalmente un ἔρος a modo de apetito elícito intelectual. Y esto por hacer un análisis porque en realidad podemos decir que en el hombre se despliega una sola fuerza de realización que en cada uno de su niveles tiene un orden específico. Y si en cada nivel se hayan bajo un orden específico también lo hace en la unidad ontológica, puesto que tanto el instinto del hombre como sus apetitos sensibles  se haya bajo la regla de la razón según el apetito superior: la voluntad en un dominio político que requiere la adquisición de hábitos que ordenen las tendencias. Pero aunque tal ordenamiento se siga de la constitución ontológica no se sigue de facto en la vida psíquica de cada hombre sino que requiere un proceso de educación y de promoción de su propia humanidad en la virtud.

Los hábitos, entonces, se adhieren a la dinámica natural del ἔρος promoviendo la acción propia como impulso, de modo que son tanto tendencia operativa en cuanto capacidad como tendencia operativa en cuanto a orientación vigorosa. Y los hábitos modifican realmente el ser, en este caso de la persona. Lo modifican no en el orden de su esencia sino en el orden de la realización concreta de la esencia. Y esto no es en demerito de su propia especificidad sino todo lo contrario, realizan de modo único en la concreción de la singularidad de la persona que es el ámbito más real y más digno de la metafísica de la persona humana. Por eso es afortunada la comprensión del hábito como segunda naturaleza en cuanto a principio operativo único que brota de la singularidad del ser personal. Pero también puede ser desafortunada porque es claro que se sitúa en el orden del ser que es la realización de la esencia en la personalidad que es mucho más que la esencia a pesar de su carácter real en el singular.

El hábito puede abarcar todas las potencias. Es un perfeccionamiento en la potencia activa y hemos dicho que el ámbito ontológico último del ἔρος es precisamente la potencia, ordenada al acto, a la realización, a la perfección.  Y este orden está implícito en el dinamismo intrínseco del ente. En cada apetito y según cada acto se generan hábitos. En la dinámica subjetiva humana los apetitos y sus actos generan modificaciones psíquicas y afectivas que facilitan o dificultan los actos: tendencias adquiridas. Los mismos hábitos pueden seguir la estructura antropológica y constituirse conforme a la razón y conforme a la naturaleza del hombre o no y de aquí viene la distinción clásica: virtud o vicio. Pero independentientemente de la regla moral, por ahora, lo que nos interesa es comprender su dinamismo adquirido, en el orden del ἔρος, que inhiere en la naturaleza, en las tendencias innatas y que es obra de la propia voluntad como actos de autodeterminación.

Lo que si parece conveniente, al menos señalar, es que el doble movimiento con el que hemos iniciado el discurso se puede comprender mejor en este nivel: la perspectiva platónica de la polaridad antropológica entre el deseo instintivo del placer y el gusto reflexivo del bien. Tratemos de clarificarlo.
En primer lugar, hay que decir que ambos movimientos que se suscitan en el hombre con vigor son hechos psíquicos, y elícitos. Siguen el conocimiento de su objeto como impulso ἔρος hacia él. El movimiento que provoca el conocimiento sensible sigue un orden apetitivo sensible suscitando en el sujeto y en su vida psíquica pasiones y afectos con gran intensidad. Puede variar en intensidad si la imagen sensible procede de la presencia del objeto o de la memoria, pero en ambos casos sigue el orden apetitivo sensible y lo altera de distintos modos a través de distintas pasiones y afectos según el ser y la esencia del objeto conocido y la relación que se establezca con él. Y su nota caraterística es que se establece una relación con el ente corpóreo el cual suscita la afectación subjetiva desde su singularidad y hacia su misma concreción.

El movimiento que provoca el conocimiento intelectual sigue un orden apetitivo intelectual que suscita en el sujeto y en su vida psíquica también pasiones y afectos en su propio orden aunque quizá con menor intensidad pero no por ello menos vivo.  La intensidad en este nivel, parece asociada a la sensación, aunque también se puede aplicar análogamente a la intelección. Lo importante, en todo caso, es decir que la intensidad de la afectación que suscita la presencia del objeto sensible y la presencia del objeto intelectual en el acto elícito es distinta, una parece ser más violenta aunque más fugaz y la otra menos violenta y más permanente. En este sentido el apetito elícito intelectual no es un apetito que se suscite desde el sentir, con su intensidad propia como el sentir del conocimiento sensible que suscita el concupisible y el irascible, sino que se suscita desde el conocer intelectual, con su menor violencia pero no por ello con nula atracción vital, sino con una vitalidad espiritual, menos dependiente de la sensación en sí.

Y aquí debemos corregir un error común. La afectividad y las pasiones no son el sentir en si mismo como tampoco el conocer, aunque la primera confusión se da con mayor frecuencia. Digámoslo así: el sentir, el percibir, el conocer sensiblemente suscita el apetito ἔρος como una fuerza de atracción o detracción desde -ex- y hacia -ad- el objeto conocido o percibido. Luego, entonces, el apetito ἔρος no es el sentir en sí mismo lo que corresponde a la potencia sensitiva o cognoscitiva sensible sino el movimiento que suscita tal acto cognoscente en la vida psíquica del sujeto. Ciertamente no se puede separar el acto cognoscitivo de su correspondiente ἔρος en la dinámica subjetiva. Y en el ámbito del conocimiento sensible, ni siquiera se resuelve en el ámbito de la cogitativa porque esta opera en el orden intelectual, en cuanto a que juzga a-temáticamente- la presencia del objeto en relación al sujeto en cuanto a su conveniencia o disconveniencia. Por supuesto que de esta percepción surgirá el movimiento vigoroso del ἔρος, pero no se identifican uno con el otro.

El así llamado corazón, no es ni la potencia de sentir, ni la potencia de ser afectado como un añadido o una operación más, sino el mismo ser personal que al ser tocado en el conocimiento del ser es promovido con vigor ἔρος, pero tal promoción no se hace moción necesaria en sentido absoluto sino que su presencia es siempre una alternativa frente a las demás, es una promoción que se ofrece a un principio de novedad cósmica, de singularidad excepcional e indescifrable. Por eso la doctrina clásica puede llamar corazón a la voluntad, no sólo como apetito intelectual sin más, sino como apetito intelectivo que resume sobre sí la dinámica apetitiva del conocimiento sensible, más aún que resume sobre sí toda la dinámica subjetiva de respuesta personal en el encuentro con el ser. El corazón así entendido es el núcleo de la interioridad en donde se encuentra la persona en su singularidad vivida con el ser y desde donde se origina su respuesta, respuesta que no depende de necesidad alguna sino de su misma moción en cuanto a principio intrínseco de autodeterminación.

Digámoslo así: el apetito intelectual no es un acto con el vigor ἔρος característico referido a un objeto conocido intelectualmente y por lo tanto universalmente sino la misma apertura o potencia a ser alcanzada por los objetos intelectuales y ser movida por ella en su misma condición personal. Como potencia siempre está ordenada a su acto, o a sus actos, y en este caso el movimiento vigoroso ἔρος se da de distintos modos estableciendo relaciones diversas con los objetos conocidos: gozo, posesión, deseo, etc. Pero aunque está naturalmente ordenada al ser en razón de fin o bajo la razón de perfectivo no lo está a ninguno en concreto ni a su aspecto corpóreo sensible ni a su aspecto intelectivo.

Así que la afectación que sufre como una serie de impulsos en el encuentro con el ser hace que la voluntad se incline más a ceder a algunos impulsos que a otros, de acuerdo entre otras cosas al conocimiento mismo que las promueve. Y en este nivel aunque el conocimiento sensible sea más intenso y por lo tanto el impulso se presente con mayor violencia, el conocimiento intelectual es más claro y su impulso se presenta con menos fugacidad desde la verdad que aporta sobre sí y sobre el conocimiento sensible en sí mismo.

Por lo tanto un primer elemento rector es el conocimiento verdadero y esto en varios sentidos. El primero: sólo en el conocimiento verdadero de la realidad y de los distintos entes que afectan la subjetividad en su encuentro se puede realmente discernir cuál de ellos será el mejor objetivamente. El segundo: sólo en el discernimiento objetivo realizado por la inteligencia sobre sus mismos objetos en cuanto conocidos intelectualmente y sobre el mismo ser conocido sensiblemente con sus afectaciones características puede darse una elección real. Sólo se puede establecer una dinámica electiva real cuando está soportada en la verdad y no en la apariencia o en el engaño. Es decir, el primer paso necesario es conocer el ordo amoris, el orden del amor que se funda en el conocimiento adecuado de la persona, de su dignidad y de sus relaciones posibles con el ser.

Pero no es suficiente para regular la vida apetitiva y afectiva conocer adecuadamente sus objetos y sus afectaciones específicas. No basta con conocer el ordo, el λόγος del ἔρος, que fundamente verdaderamente la elección. Hay que elegir. La elección es real  y no es mecánica ni sigue necesariamente el ordo amoris en cuanto conocido. Primero hay que conocer la verdad y el orden de los amores, el λόγος del ἔρος fundado en la dignidad de la persona y en el conocimiento adecuado de la realidad, y después hay que elegirlo. Y aquí nos encontramos con una cuestión radical porque va a la raíz del hecho moral. No sólo hay que conocer el ordo amoris, hay que amarlo, y amándolo hay que amar según su λόγος. Es decir que la virtud está en amar el orden del amor, o mejor aún, como dice el maestro de Hipona está en el orden del amor.

En el encuentro con el ser cada ente que afecta tendencialmente al sujeto lo afecta en cuanto a objeto y por tanto en cuanto conocido, y en esta relación lo hace en cuanto a una asimilación funcional recíproca con el sujeto  en donde se presenta el ente como un cierto fin de la misma apetibilidad subjetiva que suscita. De modo que el ἔρος, el amor en general sigue siempre la razón de fin, bajo la categoría general de apetibilidad. Así, cuando un mal moral objetivo es deseado por un sujeto lo es en razón de fin, bajo la categoría de apetitibilidad y por tanto en razón de aparente perfectibilidad (o de perfectibilidad secundum quid, desvinculada de la perfectibilidad simpliciter). El mal es querido “sub specie boni”. Y esto puede suceder por dos motivos: por el desconocimiento de la conveniencia real, del ordo amoris, o por elección directa de un amor desordenado. Pero, como hemos intentado señalar, la elección de un bien siempre se da en relación a una multitud de bienes que afectan al sujeto y que se presentan frente a él como fines posibles bajo la razón de apetitibilidad. Y esto en los niveles sensibles e intelectivos en la unidad subjetiva de la experiencia psíquica.

Por eso podemos decir que el proceso de la volición consiste en una auténtica autodeterminación frente al ser en los distintos entes que se presentan suscitando ἔρος y en una auténtica determinación de elegir preferentemente unos bienes respecto otros. Así el primer paso es el conocimiento intelectual de los bienes que suscitan las afectaciones tanto intelectivas como sensibles. El segundo paso es la deliberación en donde la inteligencia trata de descubrir el λόγος de la disyuntiva afectiva en la afectación del  ἔρος de acuerdo a un orden objetivo. El tercer paso es la elección que no necesariamente sigue el ordo amoris que ha deliberado, pero que sin duda lo toma en cuenta. La deliberación sigue los primeros principios en el orden práctico que lo orientan a hacer el bien y evitar el mal, o, bien dicho también, a elegir el mejor bien y evitar el menor, desde el conocimiento intelectual de los objetos que se le presentan como fines en el orden de la acción, de acuerdo a su conveniencia o disconveniencia con su propia subjetividad y con el conocimiento general que tiene de su propio ser y dignidad.

Es decir que durante la deliberación el sujeto trata de encontrar un cierto νόμος que siga la naturaleza del hombre y el contenido esencial de sus objetos y esto lo hace a través de su razón orientada a la πρᾶξις. Tal iluminación se presenta actualmente a la inteligencia en el proceso de la deliberación con todos sus contenidos específicos junto con el impulso propio y natural de elegir el bien mayor con carácter imperativo. He aquí la aparición del deber a la conciencia moral que no aparece jamás formalmente sin materia alguna como pensaría Kant. El deber es siempre deber respecto a algo y respecto a alguien, y no es deber si no sigue el conocimiento del ser, y es un falso deber, aunque se presente con su fuerza característica, si no sigue la verdad sobre el ser aunque siga su razón de bien.

Después de la deliberación surge de la misma interioridad la determinación. Tal determinación tiene como origen eficiente el ser personal como principio intrínseco de movimiento contingente que decide seguir, en medio de las opciones conocidas, una frente a la otra, que no necesariamente es ni la mejor ni tampoco aquella cuya intensidad en el orden subjetivo del ἔρος sea la mayor. De hecho hemos dicho que usualmente los apetitos de la sensibilidad se presentan con mayor violencia que los mismos objetos intelectuales y no siempre se elige en favor de estos, del mismo modo que no siempre se elige en favor de los bienes espirituales mejores. Este es el paso de la elección que se da en la interioridad y es la primera determinación aunque no la única. Lo elegido puede ser ejecutado exteriormente, de modo que en la ejecución el acto inmanente se hace trascendente y se comunica haciéndose visible.

Y esto es sumamente importante porque la dinámica del ἔρος en el sujeto humano está bajo el signo de la libertad y no sólo del impulso. El hombre no sólo tiene una potencialidad que implica una apertura al ser en la que realiza su propia perfección deacuerdo a su finalidad específica, sino que tal apertura es una oferta a sí mismo dejando a sí mismo, a modo de principio intrínseco, su propia acción por la que desarrolla su personalidad y auto-determina el ejercicio actual de tal perfeccionamiento.

La herida del ser que está asociada a la potencia en general en la naturaleza humana sigue el camino no de la necesidad que brota de la esencia, sino de la necesaria contingencia de autodeterminación que brota de la misma esencia como condición libérrima de elección. Pero tal dinámica electiva se realiza en el encuentro con el ser según el νόμος que surge desde su misma naturaleza y que se le presenta a la conciencia en el discernimiento prudencial como una oferta que ha de realizarse aunque bien puede rechazarse. Mientras que en los entes que carecen de libertad el νόμος κόσμου se sigue necesariamente, en el sujeto libre el ordo amoris, la verdad normativa sobre su ser, se sigue libremente siendo esta la razón de la responsabilidad, de la imputación, pero también de la autenticidad.

De modo que la herida del ser en el sujeto subsiste en la estructura de la persona humana que en su interioridad se determina a sí misma en sí y en sus relaciones con el ser desde la base de su esencia. Estas relaciones con el ser sub ratione finis son diversas en su concreción en cada caso pero también pueden tener una razón común de apetitibilidad y esto es lo que nos permite hablar de grados o tipos de ἔρος en la dinámica subjetiva humana.

En primer lugar en el encuentro con el ser, puede ser el ser sensible el que afecte la misma corporeidad subjetiva estableciéndose frente a él como un fin o como bien relativo a su sensibilidad. Y esta relación en su aspecto subjetivo suscita el amor concupiscible mientras que en su aspecto objetivo funcional el ente aparece como bien deleitable. También es posible que se establezca una relación sensible no sólo en razón de la delectabilidad sino también de las condiciones subjetivas de posibilidad de asequibilidad. Y esta relación en su aspecto subjetivo suscita el amor irascible mientras que en su aspecto objetivo funcional el ente aparece como bien arduo ya sea de obtener o de evitar.

Y estas dos razones de bondad, aunque parecen pertenecer más al orden apetitivo sensible también aparecen en el orden apetitivo intelectivo puesto que del conocimiento intelectual de un objeto puede aparecer el mismo en razón de fin como objeto deleitable, como deleitable es el conocimiento o la virtud, o como objeto arduo como ardua es la ciencia o la sabiduría. Y en este caso tenemos bajo el aspecto subjetivo la aparición de un amor concupiscible relativo a un objeto intelectual y la aparición de un amor irascible relativo a un objeto intelectual, y bajo el aspecto subjetivo  el ente conocido intelectualmente aparece en su aspecto objetivo funcional bajo la razón de apetitibilidad concupiscible e irascible según cada caso.

Además de estas específicas relaciones con el ser bajo sus razones de bondad existen otras posibles. Puede ser que el sujeto se relacione con un ente en cuanto a fin de su apetito no por lo que en sí mismo funcionalmente pueda aportarle en razón de perfectibilidad sino por razón de que aquel mismo ente querido sea útil para obtener otro ente querido ulteriormente en razón de este como fin. De modo que se establece una relación subjetiva con un ente como fin en razón de que permite la realización de otro fin, siendo, entonces, el ente asumido apetitivamente como fin inmediato y como bien mediante para la consecución de un bien que le da a este mismo su razón de apetitibilidad. Así aparece un amor relativo al bien consecutivo que se quiere alcanzar a través de este. En su aspecto objetivo el ente aparece como bien útil, y en su aspecto subjetivo como amor instrumental, ordenado al amor del ente final que promueve la mediación y la determina.

En último caso en las relaciones con el ser puede aparecer un amor que no sea suscitado ni por el deleite que proporcione al sujeto, ya sea sensible o intelectual, ni tampoco por su dificultad de asequibilidad, ni tampoco por su utilidad en la obtención de otros bienes sino que sea suscitado por sí mismo y como fin de la acción. En su aspecto subjetivo aparece un amor honesto que no tiene otra motivación que la dignidad del objeto de ser amado por sí mismo, mientras que bajo su aspecto objetivo el ser aparece bajo la razón de bien honesto. Aunque podemos distinguir las razones de apetitibilidad también debemos decir que en la experiencia humana aparecen conjuntamente unos y otros efectos y afectos.

Por ejemplo. Yo puedo amar la justicia por sí misma, por su dignidad intrínseca que hace que sea un fin en sí misma para mí. Pero también puedo amarla útilmente porque me permite desarrollar una vida ordenada y de buena presencia. Y también puedo amarla porque suscita en mí la satisfacción del deber cumplido. Y de hecho suceden los efectos mencionados aunque la elección sea en razón de la justicia en sí misma. Esto es relevante porque en el segundo caso no se ama la justicia en sí misma, en realidad se ama la vida ordenada y la buena presencia o en el tercer caso se ama la satisfacción. De modo que el amor honesto, en este caso, como en otros debe asumir la dinámica efectiva y afectiva de realización en la relación subjetiva.

Si no hacemos estas necesarias distinciones podríamos comprender la dinámica ética bajo una perspectiva relativa al placer, a la satisfacción, a modo de moral condicional o eudemonista como diría Kant. Pero lejos está el ordo amoris de Agustín en la sistemática de Tomás, de ser asumido de este modo, puesto que el bien ha de ser amado por sí mismo independientemente de que subjetivamente despliegue la felicidad. Por el otro lado, sería un error también desvincular el aspecto objetivo de apetitibilidad en la bondad y el aspecto subjetivo tanto en el orden del movimiento que puede ser honesto como en el orden del efecto que puede suscitar los afectos deleitables y mediar la consecución de otros bienes. En Santo Tomás hay un equilibro muy fino entre el orden ontológico y el orden subjetivo relacional. Digámoslo así, el hombre feliz no es principalmente el amante de la felicidad sino el amante del bien quien subjetivamente realiza su felicidad en el amor del bien.

Así pues, la herida del ser en el sujeto es sumamente amplia tan amplia como amplio es el horizonte del ser con el que puede encontrarse. El encuentro con el ser provoca en él un auténtico  πάθος, un padecimiento del ser en cuanto el ser mismo lo impacta con sus propias perfecciones, en relación de sus potencialidades específicas. Pero tal πάθος de la herida del ser tiene la medida del ente que lo provoque. Y sabemos también que la primera condición del amor es la semejanza. Por eso aunque todo ente impacte o pueda impactar al sujeto a través de la suscitación del ἔρος propio que hiere a modo de un cierto πάθος la subjetividad, es en el encuentro personal cuando este se realiza de modo principal y primordial. Porque mientras que en el encuentro con el ente el impacto se da en razón de una semejanza secundum quid (el ser, el bien sensible, etc) en el encuentro personal se da una semejanza simpliciter (total, absoluta, en el orden del ser personal y que por supuesto no anula la alteridad sino que la iimplica) que hace del amor suscitado un amor que afecte la totalidad de la persona, su mismo corazón en todas sus dimensiones. En el encuentro personal se suscita por la semejanza un amor que puede implicar a toda la persona, cuando es capaz de reconocer la semejanza y la dignidad esencial del otro: el amor benevolente.

Las dos heridas de Tomás
Santo Tomás habla de dos heridas en la naturaleza humana: la de la belleza y la del bien. O más bien, según lo que hemos expuesto expone que el ser hiere al hombre de dos modos. Se podría hablar análogamente de una herida de la verdad, en cuanto a que el hombre por naturaleza tiende a conocer la verdad pero no sería del todo preciso puesto que aunque el hombre por naturaleza tiene la potencialidad de la verdad como apertura e inclinación lo hace en cuanto a que la verdad en sí misma es un bien para el hombre, perfecciona su entendimiento en razón de fin. Veamos un párrafo que ya hemos analizado anteriormente, ahora bajo esta perspectiva:

Ad primum ergo dicendum quod pulchrum et bonum in subiecto sunt idem, quia super eandem rem fundantur, scilicet super formam; et propter hoc bonum laudatur ut pulchrum. Sed ratione differunt. Nam bonum proprie repicit appetitum; est enim bonum quod omnia appetunt. Et ideo habet rationem finis; nam appetitus est quasi quidam motus ad rem. Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam: pulchra enim dicuntur quae visa placent. Pulchrum est idem bonum sola ratione differens. Cum enim bonum sit quod omnia appetunt, de ratione boni est quod in eius quietetur appetitus: sed ad rationem pulchri pertinet quod in eius aspectu seu cognitione quietetur appetitus. [28442] Iª q. 5 a. 4 ad 1 
Mientras que el bien del que hemos hablado ampliamente hiere el apetito, repicit appetitum, la belleza conduce y se dirige, respicit, no hacia el apetito en sí mismo sino a la fuerza cognoscitiva en la vía del "mirar". Y esto no nos ha de hacer pensar que la belleza no caiga bajo la razón de herida que Santo Tomás utiliza principaliter para el bien sino que cae bajo la razón de herida de un modo diferente: está dirigida no al ser de lo apetecido en cuanto a que aquiete el apetito, sino a que el mismo apetito herido se aquieta en la contemplación y en el conocimiento (in eius aspectu seu cognitione) de su objeto.

La herida del sujeto, entonces tiene una doble polaridad, la de tender hacia el ente en sí mismo y la de tender hacia la contemplación del ente. Y aquí podríamos hacer una reflexión análoga a la que hemos hecho en razón del bien. La contemplación del ser en cuanto bello produce en el sujeto un efecto deleitable. Y esto cae bajo la famosa definición descriptiva de Tomás: pulchra enim dicuntur quae visa placent. Y lo hace en medio de una relación semejante a la que hemos señalado. El sujeto frente a su objeto es movido a conocerlo y contemplarlo y cuando lo contempla se complace en su contemplación, mientras que el objeto funciona respecto al sujeto como bello en cuanto a que por su misma realidad es capaz de suscitar en la contemplación la complacencia.

Pero lo bello tiene tal dignidad en el orden del ser que podría ser amado en sí mismo sin necesidad de la conmoción subjetiva que provoca, aunque esto no suceda de hecho regularmente, porque lo bello tiene tal presencia que aunque sea amado en cuanto bello por su misma belleza, su misma belleza se desborda esplendorosamente afectando la subjetividad.

De hecho podríamos hacer un análisis de la misma dignidad o excelencia de algún ente bello, análisis en el orden científico y de sus razones de belleza predicamental en su concreción, de su integridad, de su proporción, de su armonía, de su técnica (en el caso del objeto artístico), etc y reconocerlo como bello en el orden discursivo sin llegar a la contemplación. Y así aparecería en sus razones de amabilidad en el orden de la belleza y de tal conocimiento podría seguirse un aumento en la intensidad de la experiencia complaciente del objeto precisamente porque amplia la visio, como movimiento intelectivo, aunque en el momento en el que se haga el análisis no se tenga estrictamente lo que comúnmente llamamos experiencia estética (contemplativa, no en el sentido reductivo sensible). Y con esto decimos que la relación intelectiva con el objeto bello no es la discursiva sino la contemplativa, y que la contemplativa se dirige hacia el esplendor del ser en sí mismo y tiene como efecto la delectación.

El amor es de lo semejante
Podemos decir, según lo que hemos expuesto que la relación subjetiva con la belleza aparece bajo la forma del amor. Pero no del amor que tiende hacia su objeto sin más sino del amor que tiende a la contemplación de su objeto. Esta comprensión de la belleza bajo el signo del amor nos permite comprender algunos datos más. En primer lugar que el espíritu humano tiende a la contemplación del ser a través de un amor específico: el amor de la belleza, o del ser en cuanto bello. En segundo lugar que tal amor tiene un aspecto objetivo en el ente que lo suscita y un aspecto subjetivo en la persona en la que se realiza y en ambos hay una semejanza. El alma tiende con amor a la belleza, porque el alma misma es bella. Y parece ser esta intuición es una de las más importantes y también de las menos desarrollada: la belleza es un asunto del amor. Pero no del amor en el mismo sentido que el bien sino del amor que tiende a contemplar, del amor que busca el esplendor de la verdad. Y siendo la belleza un asunto del amor su principal instancia es el corazón. El corazón que contempla. O mejor dicho la persona que tiende amorosamente a la contemplación de la verdad.

Y estas intuiciones no son el fin del camino sino su primer paso. Porque así como el hombre al amar los distintos bienes ama también el bien en sí mismo, y en cierto sentido está abierto hacia el Bien infinito, así como el hombre al conocer distintas verdades ama también la verdad en sí misma, y en cierto sentido está abierto hacia la Verdad primera, así también el amor a las cosas bellas en su contemplación es un amor a la Belleza en sí misma orientada hacia su contemplación.
  
La belleza  y la epifanía del absoluto: el hombre místico
El amor a la belleza y la contemplación de lo bello manifiesta una apertura a la belleza en sí. Así como el encuentro con el ser se da en distintos entes pero bajo el horizonte del ser en general, del mismo modo el encuentro amoroso con lo bello en su contemplación se da bajo el horizonte de la belleza en general. El ente bello es siempre la ocasión de la ascensión metafísica a la belleza en sí. La experiencia de la belleza en sí es posible desde las experiencias concretas de la belleza del ente finito. Y tal ascensión sigue el mismo camino del amor, y de la contemplación. Si experimentamos la herida del ser como una herida que nos mueve al amor que nos realiza pero tal realización en el orden de experiencia del ente finito es siempre secundum quid y no es capaz de realizar simpliciter la totalidad de las aspiraciones humanas, entonces la dinámica del amor que surge de la herida de lo bello no tiene solución posible, a menos que sea posible ascender desde los entes finitos al Ser Eterno que sea en sí mismo toda la riqueza del ser en el orden de lo bello (y en todos los demás), y que sea, por tanto, la Belleza en sí misma y la fuente de toda la belleza.


La belleza: herida de Dios
 Cuando ascendemos, por la vía metafísica, del encuentro con el ente finito al ser eterno, tenemos vías válidas de predicación y por lo tanto de preparación o disposición hacia la contemplación que son todas las perfecciones del ente finito y de los entes finitos que sean ocasión de nuestra ascensión metafísica. Pero nos encontramos también con algunas limitaciones graves. En primer lugar estas vías de contemplación y de limitación son siempre secundum quid, y ascienden cada una por su propio camino que es distinto a una realidad única y que subsiste en absoluta simplicidad: el Ipsum esse subsistens. De modo que mientras que el ascenso se da en diversidad el fin del ascenso es absolutamente simple: la Deidad.  

Además, mientras que la vía de ascenso implica necesariamente la limitación propia del ente finito, el fin del ascenso es ilimitado y absoluto en perfección. Así que, por un lado, el ascenso después de elevarse  positivamente, katafáticamente, debe de dar el paso de la negación apofáticamente, negando de lo que se ha afirmado lo que tiene de limitación y de finitud. Así, la ascensión es luminosa, desde la luz de los entes finitos y oscura hasta la ceguera que produce el esplendor de la luz sobreabundante propia de la infinitud y de la ilimitación. En el ente finito en su belleza se manifiesta la belleza absoluta del Ser Subsistente y Eterno, pero al mismo tiempo se manifiesta la desproporción. Mientras que luminosamente afirmamos la semejanza con cierta oscuridad tenemos que reconocer que es mayor la des-semejanza. Mientras que ascendemos por vías diversas tenemos que aceptar la simplicidad. Pero ninguna de estas notas es perjudicial a la contemplación y al amor que la sigue en el orden de la belleza sino que más bien le da su estatuto propio. El discurso λόγος ha de cesar por que fragmenta y ceder su dinámica espiritual a la contemplación en sí -νοῦς- de la Deidad que lo supera y lo trasciende todo pero que al mismo tiempo es la fuente de la belleza y la Belleza en sí misma. A menos que tuviéramos una Palabra adecuada, un λόγος que lo dijera todo y en absoluta simplicidad. 

Este último paso de la ascensión metafísica es el paso místico aunque en un sentido totalmente diverso al de la mística unitiva que se da en la vida cristiana. La ascensión metafísica tiene como último paso la contemplación del misterio absoluto, y tal contemplación es aunque descriptible en sus condiciones, incomunicable en sus contenidos que superan los verbos que se fundan en las experiencias del ente finito. Y por eso le llamamos mística. Pero aquí la herida parece hacerse más dolorosa, porque mientras resume en sí misma la misma razón de la herida de lo bello que asciende por el amor a la belleza de los entes finitos en su belleza contingente al Ser Eterno en su belleza necesaria e ilimitada, también hace reconocer tanto la des-semejanza de la Belleza en sí con el mismo sujeto como su misma desproporción. La ascensión reconoce el limite de la naturaleza humana y de sus posibilidades. En el vértice aparece un anhelo en donde las mismas luces alcanzadas se oscurecen. El anhelo es de semejanza y de proporción. Pero no es posible ascender más. El anhelo entonces se diversifica, no sólo es un anhelo de desiderium naturale videndi Deum en el amor de contemplación a la belleza infinita de Dios, se vuelve un anhelo de ser elevado o mejor aún, de que aquella belleza infinita me alcance, y si la naturaleza no permite mayor ascensión la única posibilidad es su descenso. El desiderium es no sólo la aspiración absoluta que brota de la apertura total del sujeto en su ascensión definitiva sino la aspiración misma de que el absoluto descienda al horizonte del ente finito.

Y esto nos permite decir que la herida del hombre no sólo es la herida del ser que lo mueve a amar en el horizonte del ser finito sino que es la herida del ser eterno que en su apertura esencial sólo puede sanar en el amor de comunión y de contemplación con el ser eterno. La apertura subjetiva al ser, a la verdad, al bien, a la belleza, es una auténtica vocación que se funda en la herida misma que suscita el amor a la realización plena de la subjetividad en la comunión con Dios. Pero aquí se suscita un drama, porque mientras que aparece la vocación en el orden natural, su realización trasciende el orden natural. Su realización es un don. Un anhelo, un desiderium en el orden natural, una gracia en el orden de realización que implica necesariamente la divinización del sujeto: el descenso divino que eleve al sujeto a la semejanza real y efectiva con su propio ser. Entonces la belleza adquiere nuevas proporciones y dimensiones pero conserva su estatuto. Sigue siendo en el orden del sujeto un amor ordenado a la contemplación. San Agustín experimentó este camino como pocos lo han hecho y por eso todo su pensamiento, en verdad que puede caber en esta frase: "Fecisti nos, Domine, ad Te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te"  Ahí aparece en el orden subjetivo la herida última del hombre, la herida de Dios, el amor primero del hombre en el ordo amoris, el amor a Dios, y el fin último del hombre, la contemplación en comunión profunda de Dios.