Comentario teológico y
pastoral a la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (1)
Acompañar, Discernir e Integrar la Fragilidad:
¿Cómo interpretar el capítulo VIII de la Exhortación Apostólica Amoris
Laetitia?
1. Introducción
En el Capítulo VIII de la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia,
el papa Francisco propone una vía
pastoral para las personas y las familias que se encuentran en situaciones
irregulares. Esta vía está expresada en tres acciones fundamentales: acompañar, discernir e integrar. Tienen
un objeto común: la fragilidad. Y,
desde luego, un sujeto que las realiza: la Iglesia.
Iniciaremos la reflexión sobre el texto
estableciendo algunos principios generales para la recepción del documento. Posteriormente desarrollaremos una
reflexión orientada a la comprensión de la vía
pastoral propuesta. En esta reflexión nos referimos, en primer lugar, al
sujeto de la pastoral
y, conjuntamente, expondremos lo que significa la pastoral
en la vida de la Iglesia en el contexto de sus propios límites. Seguidamente
presentaremos los destinatarios de la pastoral
especial que se propone para conjuntamente analizar las tres acciones del itinerario propuesto
por el Papa Francisco. Por razones del mismo texto la parte más extensa será la
que trata el discernimiento.
La naturaleza del texto
La naturaleza del texto es la de
un documento pontificio, que
constituye un acto de Magisterio no
definitorio. De modo que sus contenidos son, por su misma naturaleza
falibles, y, no son objeto de fe
como lo son aquellos contenidos del Magisterio solemne y definitorio. Estas
enseñanzas, se proponen no para ser creídas ni para ser tenidas como
definitivas sino para alcanzar una
inteligencia más profunda de la revelación.
A este tipo de textos se les
debe, en principio, un asentimiento
religioso de la voluntad y del entendimiento.
La negación pertinaz de un texto de esta naturaleza, en su conjunto, constituye
un acto temerario pero no un pecado contra la fe.
De modo que la primera
sugerencia frente al texto es recibirlo
en un sentido religioso para alcanzar
una inteligencia más profunda respecto a la pastoral que debemos hacer como
Iglesia, manifestando una confianza
filial madura que sepa leer el texto en su conjunto y en dependencia
interpretativa con el resto del Magisterio.
Ahora bien, en relación a las
doctrinas enunciadas por el Magisterio
no definitivo, la adhesión requiere un grado diferenciado «según la mente y la voluntad manifestada, la
cual se hace patente especialmente por la naturaleza de los documentos, o por
la frecuente proposición de la misma doctrina, o por el tenor de las
expresiones verbales».
En este sentido, podemos decir que el grado de adhesión requerido en cada
documento pontificio está determinado en primer lugar por el mismo documento en la voluntad manifiesta del Pontífice a través del lenguaje utilizado. En
segundo lugar está determinado por su integración
orgánica en el Magisterio continuado de la Iglesia, es decir, por la
frecuencia de las proposiciones pontificias de la misma doctrina.
Conforme a estos principios
dogmáticos que la misma Iglesia ha dispuesto para la adhesión diferenciada de
los documentos pontificios, podemos afirmar, primeramente, que la Exhortación
Apostólica Amoris Laetitia no
constituye una resolución,
en sentido estricto, de las discusiones doctrinales, morales y pastorales del
camino sinodal. Por el contrario, si bien pretende establecer una cierta unidad de doctrina y de praxis, admite la posibilidad de que junto con ella
subsistan distintas interpretaciones.
En razón de esta posibilidad el
Papa Francisco añade un imperativo que es de suma relevancia para determinar el
carácter de la adhesión debida: «la
complejidad de los temas planteados nos mostró la necesidad de seguir
profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales, morales,
espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y teólogos, si es fiel
a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos ayudará a encontrar mayor
claridad».
De modo que, la recepción del texto debe considerar tanto su carácter
específico no resolutorio como la
necesidad de continuar la reflexión, a
partir del texto y en la fidelidad a la Iglesia para alcanzar mayor claridad.
En relación al capítulo octavo,
que es el objeto de la presente reflexión el Papa Francisco manifiesta que su
deseo es que «todos se vean interpelados
por él».
De modo que es necesario aceptar la interpelación
que el papa Francisco propone en este capítulo. Esta provocación está presentada como una «invitación a la misericordia y al discernimiento pastoral»
que, a su vez, oriente la reflexión, el diálogo y
la praxis pastoral.
Así pues, la interpelación invita a
la misericordia y al discernimiento, suscita la reflexión dialogante y propone
una pastoral especial capaz de «ofrecer
aliento, estímulo y ayuda».
Debido a lo anterior, y, por los
mismos contenidos del documento, estoy consciente de que el texto, en sí mismo,
admite interpretaciones diversas, incluso algunas de ellas probablemente
contradictorias. Este hecho por sí mismo, unido a lo señalado anteriormente, implica
que la recepción eclesial del
documento exige la colaboración de
teólogos y pastores a través de la reflexión. En este sentido, el comentario
aquí expuesto tiene como objetivo principal presentar un camino posible de integración teológica y pastoral de la provocación que el papa Francisco ha
hecho.
Hermenéutica de la continuidad
La reflexión que se presenta
tiene como primer principio de
recepción del documento la hermenéutica
de la continuidad. Esto quiere
decir que como norma general, la Exhortación Apostólica será interpretada
y recibida a la luz del Evangelio, de la Palabra de Dios, de la Tradición, de
la praxis multisecular y del Magisterio de la Iglesia en su conjunto. Este
principio establece, en medio de las variadas interpretaciones que se han suscitado, la búsqueda de una interpretación católica del texto, o,
mejor dicho, una interpretación del texto conforme a la fe de la Iglesia Católica.
Esto no significa que se siga inmediatamente del texto una
continuidad fácilmente reconocible. Es necesario un esfuerzo intelectual
dedicado. Precisamente en esto consiste el desafío al que el Papa Francisco nos
invita. Se trata, pues, de una tarea tan ardua como necesaria que es exigida no
sólo en razón de los contenidos del mismo texto, sino, sobre todo como ha sido
explicitado, en razón de la naturaleza
del texto y de las diversas
interpretaciones que han surgido en torno a ella. Establecidos estos criterios,
desarrollamos el comentario conforme al itinerario propuesto.
2.
La
pastoral en la vida de la Iglesia
El sujeto de la
pastoral: la Iglesia
La Iglesia es el sujeto que realiza la pastoral. La
acción de la Iglesia en el mundo es una prolongación
de la acción de Cristo en el mundo y en los siglos a través de sus miembros.
Así lo ha expresado el CVII cuando menciona que la Iglesia es «sacramento universal de salvación», hace presente la acción salvífica del
Señor Jesús a través de los tiempos. De modo que tiene como fuente normativa la
acción de Cristo en los Evangelios (Jn 12, 12-17). Esta fuente no sólo
determina los contenidos (Mt 28,
19-20) de su acción, sino también los modos
(1 P 2, 21) que, aunque diversos, están llamados a seguir con fidelidad la
acción del Señor en la historia, haciendo visible su rostro misericordioso.
Esto significa, como el papa
Francisco lo ha señalado,
que este capítulo no constituye un desarrollo doctrinal, sino un itinerario pastoral,
es decir, no intenta solamente enseñar cuáles son los contenidos de la
revelación respecto a la familia sino responder a una pregunta sobre la acción:
¿qué debemos hacer como Iglesia, para
actuar en el nombre del Señor Jesús?
Unidad intrínseca entre doctrina y pastoral
Para responder a esta pregunta, a
la pregunta pastoral, a la pregunta sobre la acción que le es debida a la
Iglesia en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, tenemos que escucharlo a Él y contemplarlo actuando.
Es decir, tenemos que considerar la acción de Jesús, llena de verdad (Jn
10, 38) y sus palabras, tan llenas de verdad como de determinación para la acción (Jn 14, 23).
En este sentido podemos
establecer un segundo principio de
recepción del documento: la vía pastoral propuesta, no debe interpretarse como
una ruptura con la doctrina, sino,
más bien, interpretarse desde la
doctrina y conforme a ella.
Este principio se funda en una
razón cristológica: sólo es pastoral la
acción de la Iglesia que realiza en el tiempo la obra de Jesús, el buen pastor,
cuando su acción se conforma a él. Si la acción de la Iglesia no realizara
la obra del Señor Jesús sino que se inspirara en fuentes contradictorias a él,
no sólo no sería pastoral perdiendo su identidad, sino que, tomando lo suyo del mundo, sería
mundana.
En la acción de Jesucristo,
existe una indisolubilidad perfecta entre
la verdad que enseña y la actividad que realiza. En Él no hay división alguna
entre verdad y amor.
Actúa siempre con verdad y siempre con amor, al punto que podemos decir que su
amor expresa la verdad (Jn 15, 9) y la verdad que comunica expresa el amor.
Este principio adquiere una
iluminación más profunda al considerar lo dicho por la Constitución Dogmática del
CVII cuando enseña que la revelación divina ha sido realizada en la historia a
través de obras y palabras intrínsecamente
unidas.
Las palabras y las obras del Señor
en verdad constituyen una unidad en
el amor que las integra: Cristo instruye cuando obra, obrando también enseña,
y, enseñando, establece el camino para la libertad, es decir, de la acción de
sus discípulos (Jn 13, 35).
Los límites de la Pastoral
Por lo tanto, por su carácter pastoral, para responder a la pregunta
sobre qué debemos hacer, es
necesario excluir, cualquier acción
que implique una ruptura entre el hacer y la fe que profesamos. Si no lo
hiciéramos, nuestra respuesta dejaría de ser pastoral y, por lo tanto, la
acción misma constituiría un distanciamiento de Cristo y a la misión de la Iglesia.
En este sentido, podemos decir
que la pastoral misma se encuentra con el límite
de su propia esencia. Para ser pastoral, requiere expresar la unidad
intrínseca entre sus obras y palabras conforme a la unidad perfecta que realiza
el Señor Jesús en el amor: instruir cuando obra, obrar enseñando, y, enseñando,
conducir el camino de la vida hacia la plenitud evangélica,
como lo ha señalado el Papa Francisco.
La Iglesia actúa de
modos diversos
La Iglesia actúa de modos
diversos, siendo sus miembros diversos. En este sentido a cada uno de sus
miembros le corresponde actuar conforme a Cristo (1 Co, 11, 1) pero de modo
distinto de acuerdo a los dones recibidos por Él (1 P, 4, 10) para la mutua
edificación (1 Co 10, 15-17). Y cada uno, así, tiene tanto una misión como una
responsabilidad distinta (Lc 12, 48) dentro de la altísima misión y
responsabilidad de la Iglesia.
Así pues, mientras la pastoral
tiene como sujeto a la Iglesia, tiene como principales responsables
a aquellos que por el sacramento del ministerio apostólico
son miembros de Cristo Cabeza.
De modo que, aunque, en cierto sentido, sea toda la Iglesia la que está llamada
a acompañar, discernir e integrar a
las personas y a las familias que se encuentran en condiciones de fragilidad,
son principalmente los sacerdotes los que están llamados a realizar el
itinerario pastoral propuesto por el Papa Francisco. Por lo tanto, este
capítulo, tiene una particular relevancia para los sacerdotes, especialmente para los confesores y para los párrocos
en comunión con el Obispo.
En este sentido, los confesores y los párrocos deben asumir el itinerario pastoral propuesto conforme a
las normas y orientaciones propias de su ministerio, establecidas tanto en el Magisterio
referido a él como en la disciplina de la Iglesia establecida por el CIC,
en el mismo sentido de lo que hemos señalado en el primer principio de recepción del documento, la continuidad.
Ciertamente lo dicho en el
capítulo VIII no tiene como únicos destinatarios a los pastores, pero si podemos afirmar que son sus principales
destinatarios.
De cualquier manera cada quien puede asumirlo de acuerdo a su condición
particular en el pueblo de Dios, especialmente como una invitación
a la misericordia en la vida de la Iglesia. Mientras que todo el pueblo
cristiano está invitado a unirse al acompañamiento
y a la integración, bajo la guía de
los pastores, el discernimiento le es más propio a los presbíteros,
especialmente por su relación con el sacramento de la confesión. Sin embargo
pueden ayudar en el discernimiento y en la formación de la conciencia otras
personas debidamente cualificadas. En este sentido será particularmente
importante para aquellos que se dedican a la orientación familiar dentro de su servicio eclesial.
Norma suprema de la
pastoral: salus animarum
Toda acción está determinada por
su finalidad.
De modo que asumir con claridad la finalidad de la acción evita tanto la pérdida de sentido de la misma como su deformación. La finalidad de la
pastoral es la salvación de las almas.
Toda la acción de la Iglesia está dirigida en primer lugar a la salvación de
las almas, y, en segundo lugar, a la transformación de las realidades humanas
conforme a la verdad del Evangelio.
De modo que el orden y el sentido del itinerario pastoral aquí
propuesto está determinado por su servicio a la salvación de las almas de
aquellas personas que viven en medio de diversas situaciones dramáticas la
fragilidad en una condición irregular.
En este sentido podemos decir que
los medios propuestos, acompañar, discernir
e integrar, son medios que están determinados
por la única finalidad en la que adquieren su especificidad propia: están
ordenados a conducir a las personas desde
la fragilidad que experimentan, a la plenitud de vida evangélica a la que
están llamadas (Mt 5, 48), y, por tanto, a la ruptura con el pecado en la conversión (Mt 1, 15). Dicho esto,
podemos reconocer un tercer principio de
recepción del documento, en atención a la acción pastoral: la salvación de las almas.
3. El destinatario de la pastoral especial: fragilidad e irregularidad
El destinatario de la pastoral
especial propuesta por el Papa Francisco no está reducido a un solo tipo de
casos. Incluye a todas aquellas personas que por su estado de vida habitual se
encuentran en una situación objetiva de
pecado
y que por diversas circunstancias requieran una atención pastoral especial para superar la persistencia
a través de un camino gradual de
conversión
que provea lo necesario a su condición concreta.
En este sentido podemos afirmar
que el alcance de la propuesta es
mucho más amplio que sus reducciones más simples que han tratado de presentar
como destinatario pastoral de esta propuesta únicamente a los divorciados vueltos a casar.
Pero, al mismo tiempo, podemos
decir que una visión amplia y contextualizada de los destinatarios ayuda a
entender tanto la condición específica a
la que se refiere esta pastoral especial,
como los casos concretos.
Es decir, el punto de partida, de esta pastoral especial, aunque es diversa en
cada caso, tiene un aspecto común: la persistencia habitual en el pecado y la fragilidad
experimentada respecto a Él. De modo que la propuesta pastoral no pretende, de
ninguna manera, negar el punto de
partida, sino, todo lo contrario, pretende reconocerlo con toda su complejidad
para poder conducir con amor a cada persona que experimenta esta condición
hacia el punto de llegada, que está
determinado por el tercer principio que
hemos aludido, la salvación del alma, en
el camino de la conversión, de ruptura
con el pecado y de plenitud evangélica.
Dicho esto, se puede afirmar un
elemento más referente a los destinatarios. La Iglesia puede y debe exhortar,
buscar, encontrar, invitar, llamar y salir en búsqueda de aquellos que se
encuentran en la periferia existencial
que hemos aludido, sin embargo, la respuesta que cada destinatario pueda
dar conforme a su propia libertad,
no sin el auxilio misterioso de la gracia,
es imprescindible para poder desarrollar un itinerario pastoral específico para
cada caso. Es decir, para poder emprender esta vía se requiere afrontar el
desafío eclesial con valentía, con creatividad
y con amor, pero, al mismo tiempo, se requiere que la persona o la familia que
se encuentra en tal situación quieran también enfrentar el desafío del
Evangelio con sus exigencias particulares.
Por último, en esta sección,
debemos decir que el desarrollar una opción pastoral por la fragilidad no
implica desarrollar una moral de la
fragilidad, que estableciera en la misma debilidad el criterio de la norma moral. Por ello, es importante considerar lo
establecido en el Vademécum para
confesores en relación a este riesgo: «Resulta
por tanto inaceptable el intento — que en realidad es un pretexto — de hacer de
la propia debilidad el criterio de la verdad moral. Ya desde el primer anuncio
que recibe de la palabra de Jesús, el cristiano se da cuenta que hay una «
desproporción » entre la ley moral, natural y evangélica, y la capacidad del
hombre. Pero también comprende que reconocer la propia debilidad es el camino
necesario y seguro para abrir las puertas de la misericordia de Dios».
4. Acompañar
La primera acción pastoral a la
que el papa Francisco invita es a acompañar.
Acompañar significa, en primer lugar, caminar juntos, compartir la vida,
las dificultades y los problemas. Acompañar significa también sufrir juntos la
fragilidad, ser compañía de quien padece de modo más dramático el peso del
pecado en un particular momento de su vida cristiana, es decir, sobrellevar
(Ga 6, 2) juntos las
debilidades.
En este sentido, la primera
invitación del Papa Francisco es a mirar
con amor,
a todos y a cada una de las personas que se encuentran en esta condición y que
han sido confiadas por la providencia divina a la atención pastoral de la
Iglesia. Esta mirada amorosa, no puede de ningún modo despreciar a la persona por su condición específica, sino, todo lo
contrario, debe apreciarla en sí
misma con las mismas entrañas de misericordia con las que Cristo la amó y se
entregó a la muerte (Ga 2, 20).
Es precisamente la virtud de la misericordia y los actos de amor que le
son propios, el principio operativo del acompañamiento.
La misericordia conlleva a compadecer, a
padecer junto con el otro su sufrimiento y su fragilidad hasta poder apropiarse de él para moverse a remediar el mal del prójimo
como si fuera propio. Así, la misericordia
pasa de ser una pasión o un sentimiento de simpatía o de empatía hasta
transformarse en amor auténtico que busca remediar por todos los medios el mal
que padece el hermano.
Sólo el amor misericordioso puede
imperar la disposición pastoral adecuada
para ayudar a cada persona a remediar los males más profundos que limitan su
respuesta a la gracia de Dios.
El amor misericordioso engendra la solicitud pastoral para las
situaciones complejas que exigen una atención
y un cuidado especial.
Así, sólo una renovada y encendida caridad
pastoral
fruto de la conversión pastoral,
puede animar la pastoral especial a la que aquí se invita. De esta actitud nos han dado un altísimo
ejemplo
en la vida de la Iglesia, los santos sacerdotes y pastores, especialmente
aquellos dedicados con más vigor a la cura de almas y al ministerio de la
Reconciliación.
Y no solamente aquellos que han
sido canonizados, sino también nos fortalecemos en el ejemplo humilde de tantos sacerdotes que ocultamente a los ojos del
mundo son verdaderos ministros de la
misericordia. Es indudable que este tipo de acompañamiento requiere
de una dedicación particularmente exigente de tiempo, de esfuerzo, de energías,
de oración, de penitencia, y, en resumen, de la vida entera del ministro que se
entrega por el bien espiritual de las almas y de las familias.
Una segunda invitación del Papa
Francisco en el acompañamiento es a suscitar la confianza y la esperanza
en Dios, que no abandona nunca a sus Hijos, y en la fuerza de su gracia que
en su omnipotencia es capaz de conducir a todos a la liberación del pecado, a la restauración
de la vida cristiana, a la salud de las heridas y al
fortalecimiento (Flp 4, 13) de la fragilidad. Por ello mismo el papa indica que
es necesario «proponer la perfección»,
invitar a la santidad y a la respuesta más plena a Dios.
Junto a estas exhortaciones Francisco
invita a que en el acompañamiento
integral propuesto, debe estar presente siempre tanto la valoración altísima de la persona como sujeto de la redención
como la valoración constructiva,
de aquellos aspectos de su vida que deben permanecer, conservarse y
acrecentarse a la luz del Evangelio.
Sobre aquellos aspectos positivos
se puede establecer un itinerario que conduzca hacia la santidad evangélica en
la ruptura con el pecado con paciencia y
delicadeza. Así lo explica el texto
del Papa refiriéndose a una de las aportaciones del Sínodo Extraordinario: «es preciso afrontar todas estas situaciones
de manera constructiva, tratando de transformarlas en oportunidad de camino
hacia la plenitud del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se
trata de acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza».
Un ejemplo sería el caso de un
matrimonio civil que por diversas circunstancias no han contraído matrimonio
eclesiástico, sin embargo, han guardado fidelidad, rezan cada semana el rosario
y han engendrado varios hijos. Estos elementos positivos, de virtud, de
comunión y de oración pueden ser la base constructiva para conducirlos hacia el
matrimonio sacramental de modo que puedan vivir su propio estado conforme a su
vocación a la santidad.
La ley de la
gradualidad
El acompañamiento, entonces,
sobrellevado con paciencia requiere,
señala Francisco, conducir a las personas por diversas etapas de crecimiento.
Estas etapas no significan una degradación
del fin del itinerario pastoral que
está determinado por la ley evangélica para el bien integral de las personas. Por ello mismo no se puede invocar
ningún tipo de gradualidad de la ley,
al contrario, se afirma explícitamente que la ley evangélica es el único camino
de libertad y de plenitud para las personas y para las familias.
Así pues, se afirma con fuerza
que la ley es un don de Dios que indica el camino, don para todos sin
excepción.
Y seguidamente se presenta una de las afirmaciones más importantes de todo
el capítulo respecto al destinatario de la pastoral especial en su condición de
debilidad: por más grave que sea la fragilidad es posible vivir la plenitud evangélica con la fuerza de la
gracia de Dios.
Es decir, el texto, en este punto da
un testimonio firme a favor de la fuerza
de la gracia
frente a las posturas que reconociendo la fragilidad y desconociendo la fuerza
de la redención han afirmado la imposibilidad de la virtud.
En este mismo sentido, al
considerar la ley de gradualidad es de gran utilidad nuevamente integrar lo
dicho en la Exhortación con lo
expresado por el Vademecum para los confesores del Pontificio Consejo para la
Familia: «la “ley de la gradualidad”
pastoral, no se puede confundir con “la
gradualidad de la ley” que pretende disminuir sus exigencias, implica una decisiva ruptura con el pecado y un camino progresivo hacia la total unión
con la voluntad de Dios y con sus amables exigencias».
Si no se considerara no sólo la universalidad de la ley y la fuerza del
auxilio divino para vivir conforme a ella, sino también la necesaria ruptura
con el pecado no se podría conducir a las personas hacia la salud espiritual.
De este modo, la ley de
gradualidad significa que el camino de la conversión
es un proceso que exige se den pasos diversos que conduzcan, con la fuerza de
la gracia, a la plenitud de vida evangélica en la voluntad de Dios. Así, la ley
de gradualidad debe ser tenida como una afirmación radical de la vocación
universal a la santidad,
como un camino personal, integral y
progresivo hacia ella en medio de la comunidad y con el acompañamiento de
los pastores.
El icono cristológico de este acompañamiento pastoral está señalado
por Francisco en el encuentro entre Jesús y la samaritana, a la que conduce amorosamente hacia la conversión en la
renovación de su vida: «Es lo que hizo
Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26): dirigió una palabra a su
deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su vida y
conducirla a la alegría plena del Evangelio».
5. Discernir
Discernir consiste en distinguir, separar, cribar o dividir
elementos diversos que conviven o están mezclados, como cuando se separa la
buena cosecha de la mala. Se trata, entonces, de un análisis referido a la
situación concreta de la persona en la complejidad propia de su existencia y de
sus circunstancias para valorar los
elementos diversos que se presentan en ella.
Si discernir significa separar y distinguir los elementos
positivos de los negativos, evidentemente la criba ha de hacerse conforme a un criterio objetivo de discernimiento y
de valoración. Tal criterio objetivo está determinado por las exigencias de verdad y de caridad del
Evangelio.
Es decir, es la luz de la verdad propia de la ley natural y del Evangelio el criterio del discernimiento. De este
modo la primera criba consisten en separar lo que es objetivamente pecado de aquello que no lo es, en
relación a la circunstancia compleja de la persona.
La segunda criba consiste,
entonces, en considerar con diligencia la complejidad de cada situación
particular, precisamente para que se tenga en cuenta con claridad cuál es el punto de partida. En este sentido «hay que evitar los juicios que no toman en
cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al
modo en que las personas viven y sufren a causa de su condición».
Ahora bien, tomando en cuenta
cuidadosamente tanto el punto de partida
como el punto de llegada, que es la
salud espiritual de las almas, el Papa Francisco habla del modo en el que se debe atender pastoralmente las situaciones irregulares. El modo
consiste en: «revelarles la divina
pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarles a alcanzar la plenitud del
designio que Dios tiene para ellos».
Así pues, desde el proceso de discernimiento, se debe revelar el camino de superación del pecado en la
irregularidad. Es necesario enseñar,
entonces, con gran paciencia, que frente a la debilidad en medio de la complejidad específica, se eleva la fuerza de la gracia para edificar una vida nueva, un camino nuevo. Un camino posible, a pesar de la fragilidad experimentada, en razón de la gracia que es más fuerte que la fragilidad y conduce a cada persona hacia la plenitud de la vida cristiana.
Al llegar a esta reflexión
conviene recordar lo dicho por San Juan Pablo II en Veritatis Splendor: «Por
numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el
pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,
30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación,
que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme
a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que
libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no volver a pecar. Mediante
el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al
Padre en el Espíritu».
En este mismo sentido, el Papa
Francisco señala, como lo había hecho anteriormente, que alcanzar aquella
plenitud de vida cristiana no sólo es posible para algunos pocos capaces de
hacer opciones heroicas, sino que es «siempre posible con la fuerza del Espíritu
Santo»
para todos.
Pensar que sólo algunos podrían
emprender el camino de la conversión significaría condenarlos para siempre a vivir sujetos al pecado que les arrebata
la plenitud de la vida y la bienaventuranza. Significaría caer en el gravísimo
pecado de la desesperanza
pastoral. Pero, sin duda, este no es el camino de la Iglesia que debe «difundir la misericordia de Dios a todas las
personas que la piden con corazón sincero».
Es precisamente la fuerza de la misericordia de Dios la que hace posible el camino de la conversión y no se le debe
negar a nadie la posibilidad de recorrerlo adecuadamente para ser conducido a
la vida nueva, a la ruptura con el pecado y a la libertad de los hijos de Dios.
De lo dicho hasta ahora podemos resumir que el acompañamiento pastoral
incluye el discernimiento que conduce al reconocimiento del objeto del pecado,
de la complejidad de las circunstancias, de los pasos posibles y necesarios
para la ruptura con el pecado, de la complejidad de la situación, inspirando
siempre la confianza en la fuerza de la gracia y conduciendo a las personas a
la plenitud de vida evangélica y a la salud espiritual.
Este acompañamiento ha de ser
realizado por los presbíteros «conforme a la enseñanza de la Iglesia», es
decir, conforme al criterio objetivo de la norma moral y de la norma canónica.
Y requiere tanto de parte de los destinatarios como de los presbíteros unas condiciones necesarias: humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su
enseñanza, sinceridad en la búsqueda de la voluntad de Dios y deseo de andar
por el camino de la conversión.
El presbítero, señala Francisco, requiere humildad para subordinar su orientación a la voluntad de Dios
expresada en su Palabra y en la enseñanza de la Iglesia. Requiere un gran amor a las almas y a la Iglesia, para
poder conducir a las personas por el camino, a veces arduo, del Evangelio. Las
personas y las familias que pidan el discernimiento requieren, también, una
gran humildad para poder recibir la invitación del Evangelio como el único
camino auténtico de plenitud y de bienaventuranza. Requieren, al mismo tiempo,
amar a la Iglesia y confiar en ella, confiar en su enseñanza, abriendo su
corazón con sinceridad para descubrir el camino de conversión evangélica y
desear decididamente seguirlo.
Sin estas condiciones, no es
posible el acompañamiento pastoral. Más aún, un acompañamiento pastoral que no
se realizara bajo estas condiciones no sólo no sería capaz de conducir a la
persona por el camino correcto con grave daño al bien espiritual tanto del presbítero, en razón de su
responsabilidad, como de las personas o familias implicadas sino que se
correría el grave riesgo de herir a
la Iglesia misma.
Digámoslo con mucha claridad:
lesionaría gravemente a la Iglesia el sacerdote que estableciendo una excepción
a la verdad y al Evangelio, concediera cualquier tipo de permiso a la persona o a las familias de permanecer en una
situación objetiva de pecado. No sólo no cumpliría la finalidad misma del
acompañamiento pastoral que tiene como norma suprema la salvación de las almas, sino que haciéndose cómplice del pecado que
promueve recaería sobre él mismo la misma culpa.
Conjuntamente a esto, el daño
eclesial consistiría en que tal presbítero,
actuando en nombre de la Iglesia e instruyendo en su contra, manifestaría a
la Iglesia misma como falsa o
portadora de una doble moral como lo
ha señalado el Papa Francisco. Por
ello, es imprescindible que el presbítero se sepa responsable no sólo de las
personas o familias que le son confiadas, sino que en ellas se sepa responsable
también de toda la comunidad eclesial,
procurando el bien común de la Iglesia,
en el que está incluida su veracidad y su integridad.
Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral
En el discernimiento concreto de
las distintas situaciones irregulares el Papa Francisco pide tomar en cuenta
los «condicionamientos y las circunstancias
atenuantes». Ésta, tal vez, sea la cuestión más delicada de todo el
documento. De modo que es importante asumir sus contenidos con prudencia,
sensatez y espíritu verdaderamente eclesial.
Comprendiendo al sujeto moral
En primer lugar hay que comprender,
en sentido general la cuestión planteada. Mientras que existe un orden objetivo
de la moralidad existe también una estructura
subjetiva de la moralidad. La estructura subjetiva de la moralidad se funda en la naturaleza misma de la
persona dotada de inteligencia y voluntad.
El hombre, pues, actúa libremente
en la medida en que dispone de sí mismo y es capaz de realizar acciones deliberadas.
Las acciones deliberadas son aquellas que proceden de la voluntad con conocimiento
tanto de su finalidad como de su objeto, es decir, en el uso de razón.
Expliquemos más detenidamente: la
persona humana, no está determinada
a obrar de un modo u de otro, sino que actúa conforme al conocimiento que tiene de sí mismo, de sus actos, del
mundo, de la ley moral y de Dios, desde el principio
intrínseco
que lo hace libre: la voluntad.
Así pues, la voluntad lo hace capaz de querer obrar o no obrar, de determinar
si ha de obrar de un modo u de otro, procurando un fin o buscando otro y en
esto consiste precisamente su libertad.
Sólo los actos que llamamos
voluntarios, están dotados de moralidad.
Para que un acto sea moral,
requiere, entonces, que el sujeto que lo realiza lo quiera realizar habiendo
deliberado, es decir, conociendo que es él quien actúa, qué cosa va a realizar
y para qué lo va a hacer. De cada acto moral, el sujeto libre es responsable delante de Dios. La
responsabilidad moral se deriva precisamente de la libertad
en los actos. El sujeto moral cuando obra libremente no sólo es dueño de sí
mismo sino también de sus actos a los que les da existencia y por ello se hace
capaz de responder frente a ellos.
El modo concreto en el que el sujeto juzga
moralmente sobre sus actos es llamado juicio
de la conciencia. La conciencia es la razón
que juzga la moralidad de un acto concreto ya sea antes de obrar, en el momento
de obrar o después de haber obrado.
En efecto, la razón es capaz de juzgar sobre la moralidad de los actos por su
capacidad de descubrir la ley natural
y las obligaciones morales que se derivan de ella. Sin embargo, en el caso
de un creyente, la razón no sólo juzga por sí misma, sino que lo hace iluminada
por la fe, en la escucha de la Palabra de Dios.
Defectos de la conciencia
Cuando el sujeto juzga rectamente
se adecua su juicio a la norma moral, sin
embargo, esto no siempre sucede. Se puede dar el caso en el que el sujeto que
actúa, haya deliberado su propia acción desde un conocimiento disminuido o erróneo.
A este primer caso se refiere el
Papa Francisco cuando señala que en el discernimiento se debe tomar en cuenta «un eventual desconocimiento de la norma». Se trataría, entonces, de un
defecto de la conciencia por razón de ignorancia, juicio erróneo, o
inadvertencia en el obrar. A cuyo caso la respuesta del pastor que realiza el
discernimiento debe ser iluminar la
conciencia, conforme a los criterios objetivos de la norma moral que son la
ley natural y el Evangelio.
Si hay ignorancia de la norma el
Presbítero deberá instruir con
delicadeza, a fin de formar una conciencia adecuada que pueda conocer no sólo
la norma moral sino también los «valores inherentes» a ella y los bienes que preserva de modo que pueda
ser asimilada integralmente.
Si hay inadvertencia basta con
señalar con claridad las implicaciones de la conducta en la perspectiva
evangélica. Pero, si lo que descubre en el discernimiento es que la persona ha
actuado desde un juicio erróneo
deberá realizar un camino pedagógico y paciente para poder enseñar no sólo la norma moral sino sobre todo las razones más profundas de ella en la
perspectiva del Evangelio destacando los defectos y limitaciones del juicio
erróneo que predomina en su conciencia.
En estos casos, el acompañamiento
no se debe apresurar sino más bien prolongarse el tiempo que sea necesario para
vencer las «grandes dificultades»que pudiera
tener el sujeto «para comprender los
valores inherentes a la norma».
Considerar las circunstancias
Ahora bien, en el discernimiento
no sólo es necesario tratar de conocer el juicio de conciencia que el sujeto ha
realizado. También es necesario conocer de la mejor manera posible las
circunstancias
en las que se ha tomado una determinada decisión
o por las que se persiste en ella.
Las circunstancias afectan realmente al acto humano.
Pero el modo en el que lo afectan no determina
el objeto del acto, el cual está determinado por el acto en sí mismo y su
relación con la norma moral en la verdad.
Las circunstancias, ayudan a comprender mejor la situación concreta de la
persona pero no pueden determinar que un acto intrínsecamente malo llegue a ser bueno, tolerable o permitido.
Ya San Juan Pablo II advertía
sobre el gravísimo error de apelar a las circunstancias para determinar excepciones a la norma moral. Él mismo
advertía que tal camino podría conducir a algunas soluciones pastorales creativas contrarias a las Enseñanzas del
Magisterio:
«Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie
de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto,
sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración
existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la
situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general
y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado
por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos
casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto
válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de
hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende
establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a
las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la
cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos,
por un precepto negativo particular.»
Este camino, sin duda, no es el
camino pastoral que propone el Papa Francisco. De modo que cuando dice que un
sujeto «puede estar en condiciones
concretas que no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones
sin una nueva culpa»
debemos comprender que no se trata de apelar a las circunstancias para
establecer una excepción a la norma
moral, sino para poder descubrir de
qué modo en aquellas circunstancias puede llegar a vivir las exigencias morales
del Evangelio.
Por ejemplo, en el caso de un
matrimonio civil entre bautizados considerar sus circunstancias es de suma
importancia para entender cuáles son las condiciones concretas por las cuales
no han establecido el matrimonio sacramental. Conociendo aquellas condiciones
en el discernimiento, el pastor puede ofrecer soluciones pastorales creativas,
sin establecer excepciones a la norma, para conducirlos prudentemente hacia el sacramento
del matrimonio.
Otro ejemplo es el caso de una
pareja de divorciados vueltos a casar. El presbítero
en el discernimiento puede darse cuenta de que la separación no es posible, por
razón de la salvaguarda del bien integral de los hijos fruto de esta nueva
unión.
En este caso, partiendo del
conocimiento de las circunstancias que implica la inconveniencia de la separación, el presbítero puede conducirlos
progresivamente hacia una convivencia que sea libre del pecado del adulterio, a
través del compromiso mutuo y libremente asumido de castidad, según la
instrucción de la Familiaris Consortio.
De este modo, considerar las circunstancias ayuda al presbítero a conducir a
las personas y a las familias hacia la
plenitud evangélica a la que nos pide el Papa Francisco llevar a todos.
Un ejemplo más es el caso de una
pareja de divorciados vueltos a casar que por sus condiciones, tal vez de edad
avanzada o de salud, tienen una convivencia que ha dejado de ser conyugal y,
por lo tanto, a pesar de encontrarse en una situación irregular no se puede
decir que persistan en adulterio. Respecto
a una familia que se encuentra en esta situación concreta, o respecto a alguna
otra que hubiera recorrido un proceso como el anterior, aplicaría la expresión
del Papa Francisco: «ya no es posible
decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada
«irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia
santificante. »
Defectos de la voluntad
Ahora bien, la complejidad del
juicio respecto al sujeto moral implica no sólo tomar en cuenta los límites de
la conciencia sino también los posibles defectos
de la voluntad. En este sentido el Papa Francisco señala tomar en cuenta
los elementos diversos que pueden afectar la imputabilidad en el sujeto moral.
Respecto a estos elementos, citando el Catecismo, no sólo considera los
condicionamientos que se derivan de los defectos de la conciencia, como son la
mencionada ignorancia, inadvertencia y error, sino también los defectos de la
voluntad, como son la violencia, el temor, la fuerza de los hábitos
contraídos, los afectos desordenados, la inmadurez afectiva y otros factores
psíquicos o sociales.
La voluntad, desde la que la persona decide, está constantemente afectada por
las pasiones y por los hábitos. La persona actúa siempre no
sólo desde el principio intrínseco de la voluntad sino también desde los
hábitos que disponen operativamente
a la misma y desde las pasiones que ejercen sobre ella un influjo particular
para obrar de un modo u de otro.
En este sentido, el confesor debe
de tomar en cuenta las dificultades que
una persona puede experimentar para conformar su vida con la ley evangélica, y,
conforme a ellas, ayudarle a superarlas con la confianza en la gracia y la
fuerza de la virtud. Por ello señala
el Santo Padre: «En el contexto de estas
convicciones, considero muy adecuado lo que quisieron sostener muchos Padres
sinodales: «En determinadas circunstancias, las personas encuentran grandes
dificultades para actuar en modo diverso [...]»
Es de gran importancia que el
confesor acompañe con paciencia y delicadeza la fragilidad experimentada en
búsqueda de la superación de los límites, con la confianza en que es posible, a
pesar de las dificultades, la vida de santidad de los fieles. Los hábitos que
afectan a la persona no son definitivos,
siempre es posible desarrollar la virtud con el auxilio de la gracia.
Por otro lado, las pasiones,
difícilmente pueden anular absolutamente la libertad. Y si esto llegara a
suceder sucedería en un acto concreto, no
respecto a una situación habitual de persistencia en donde la persona
deliberadamente decide permanecer. En este sentido, es importante conducir a
las personas por la vía de la educación afectiva en la virtud, que les permita
mantener su libertad, ordenar sus pasiones y dirigirlas hacia el bien objetivo.
También puede una persona verse
fuertemente afectada en su libertad por otros factores de orden psicológico
como es la inmadurez o las patologías psíquicas. Si el
discernimiento descubre una situación de este tipo, el acompañamiento puede
conducir a las personas hacia un proceso integral en donde se atiendan estos
condicionamientos que limitan a las personas, a través de las distintas
terapias psicológicas y afectivas.
Respecto a las patologías psíquicas, es importante
señalar que no es competencia del confesor llevar a cabo el proceso terapéutico
sino conducir a quienes lo requieran hacia él. Por ser estas patologías
diversas, afectan de modo diverso a la libertad. Sin embargo, hay que decir que
incluso en medio de las patologías psíquicas, ordinariamente, el sujeto
conserva un grado de autonomía moral. A no ser en los casos de psicosis, incluso en los trastornos
compulsivos y en las adicciones es verificable un grado, aunque sea mínimo, de
responsabilidad moral.
En este sentido es necesaria una
ponderación adecuada sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona en
razón del estado de su libertad como lo señala el Papa Francisco: «Por esta razón, un juicio negativo sobre
una situación objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la
culpabilidad de la persona involucrada».
Para el discernimiento
conforme a estas consideraciones es válido el siguiente principio: sólo aquel acto que se realiza en defecto
absoluto de la libertad no es imputable moralmente; los actos realizados en
defecto relativo de la libertad son
imputables moralmente aunque en grado menor de aquellos actos realizados en el
uso pleno de la libertad.
Seguidamente, la Exhortación
invita con insistencia a tomar en cuenta estos condicionamientos concretos para
establecer el proceso específico de crecimiento personal que conduzca, a través
de la ley de la gradualidad, a una
vivencia cada vez mayor de la plenitud evangélica. Sin embargo, reconoce que en
razón de esta misma ley, el discernimiento puede buscar la forma de incorporar mejor a la praxis de la Iglesia,
a las personas o a las familias que, en medio tal proceso no realizan
objetivamente las exigencias del Evangelio.
Esta idea es muy importante para
la integración. Se debe pensar que
si el acompañamiento pastoral establece un proceso, hay que tomar en cuenta los
tiempos del crecimiento y las
dificultades que se experimentan, al punto de valorar positivamente cada paso que se tome hacia la plenitud
evangélica, aunque los pasos que se den no sean todavía plenos.
Podemos pensar, como ejemplo, en
una pareja de divorciados vueltos a casar. Se han dado cuenta en el
discernimiento que las exigencias del Evangelio implican la ruptura con el pecado del adulterio a través de la promesa de castidad. Sin embargo,
por razones diversas, no se consideran capaces de asumir tal compromiso de modo inmediato.
Uno de ellos manifiesta
dificultades particulares para vivir la castidad, por razones de inmadurez
afectiva y la fuerza de los hábitos contraídos. El otro está dispuesto a
contraer el compromiso pero reconoce que es necesario hacerlo de común acuerdo, para el bien espiritual
de ambos. El Pastor conduce al primero hacia un proceso terapéutico de
maduración y trabaja con él en el acompañamiento espiritual la búsqueda de la
vida virtuosa. Ambos se integran a un grupo de oración y de estudios bíblicos.
Deciden también integrarse en la pastoral caritativa de la Iglesia.
En este caso, estos pasos del
proceso de acompañamiento, fruto del discernimiento, no son sólo sumamente positivos y constituyen, como
ha señalado el Papa Francisco, «una
respuesta que Dios reclama en medio de los límites»,
sino que tal vez, para ellos sea el único
camino posible para llegar con el paso del tiempo a la ruptura con el pecado y a la plenitud de
vida evangélica.
Hay que recordar que el
discernimiento no debe detenerse allí, sino tomando en cuenta estos límites y
condicionamientos debe ser siempre dinámico, es decir acompañar todos los pasos
del proceso. En este sentido el papa Francisco señala que: «este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a
nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan realizar el
ideal de manera más plena».
Normas y discernimiento
La primera regla que establece el
Papa Francisco es que el acompañamiento pastoral no puede reducirse al juicio
moral sobre la situación de la persona. Debe discernir y conducir a la persona
en su existencia concreta hacia la plena fidelidad a Dios.
En segundo lugar, establece el
Papa Francisco recurrir a la prudencia
pastoral.
No anula el carácter universal de la
norma moral, como algunos han querido decir basándose en el texto e
interpretándolo aisladamente del resto del Magisterio, porque esto no es
posible y ha sido rechazado por el Papa en el mismo documento. Simplemente
apela al hecho de que la aplicación de la norma moral en cada caso, requiere de
un análisis complejo, para determinar respecto a las condiciones concretas, al aquí y al ahora, lo que se debe hacer y
cómo se debe hacer conforme a la verdad
de la norma moral.
Una interpretación de este texto
aislada de su contexto, no sólo en el mismo documento sino también de su
contexto amplio que es el Magisterio podría invocar a un relativismo moral que considerara cada caso como autónomo de la
norma moral. Pero esto no debe de interpretarse en este sentido.
Cuando el Papa Francisco dice que
«Es verdad que las normas generales
presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su
formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares» debemos integrar ambos elementos de su
expresión: La norma que preserva el bien de las personas exige de todas y en
cada caso la obediencia, pero no se formula, en cada caso del mismo modo en
relación a lo que se debe hacer en su
forma concreta de realización en el aquí y en el ahora. Sino que, tomando la exigencia universal de
la ley natural se hace concreta en formulaciones
adecuadas en el juicio práctico sobre el obrar inmediato.
En este sentido hay que decir que
en cada caso impera la norma una ruptura con el pecado, pero el modo concreto
en que esta ruptura ha de llevarse debe considerar la situación particular, como es de esperarse. Esto mismo se entiende
al considerar el texto íntegro de la
Comisión Teológica Internacional que el Papa Francisco ha citado para reforzar
su argumentación: La ley natural no constituye un conjunto acabado de normas
formuladas sino la posibilidad de conocer conforme a la recta razón lo que es justo y debido tanto en sentido universal
como en cada caso.
Estas normas que el papa
Francisco establece para el discernimiento han de conducir a generar una
actitud realmente pastoral en el confesor.
El Presbítero debe de señalar tanto
la norma para indicar el camino hacia la plenitud evangélica como acompañar el
proceso de crecimiento para evitar cualquier distancia injusta que no sea conforme
a la actitud misericordiosa del Buen Pastor que lleva a la oveja herida sobre
sus hombros.
La disciplina sacramental
Para poder integrar adecuadamente
lo dicho tanto en el número 305 como en la nota 351 es necesario recordar que el Papa Francisco no ha modificado la disciplina
sacramental. Esto quiere decir que respecto al oficio sacramental la normativa vigente es la que está
establecida en el Código de Derecho Canónico. Así pues, es a ella a la que debe
conformarse el presbítero cuando ejerce su ministerio de santificación si
quiere proceder con fidelidad a la misma Exhortación y a la Iglesia.
En este sentido, es necesario
recordar los cánones 915 y 916. El canon 916 dice: «Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, no celebre la Misa
ni comulgue el Cuerpo del Señor sin acudir antes a la confesión sacramental…»
Considerando lo dicho por este canon lo primero que se debe decir es que si
una persona tiene conciencia de haber cometido un pecado grave no debe comulgar sin antes haber
recibido la absolución sacramental.
Así pues, es un deber del presbítero
instruir la conciencia de los fieles que se encuentran en situaciones
irregulares para que, con el criterio
objetivo de la norma moral, puedan hacer un juicio sobre su conciencia
respecto al pecado y comprender, de este modo, las razones por las cuales no deben comulgar. También es un deber del presbítero señalar
que la persistencia en el pecado
grave conlleva una especial dificultad que se podrá ir superando precisamente
en el discernimiento con el debido acompañamiento según lo que se ha dicho
respecto al proceso de acompañamiento pastoral.
Una lectura superficial de la
Exhortación que tratara de integrar una praxis que no tomara en cuenta el canon
915 no sería conforme a la voluntad de la misma Exhortación que desea llevar a
todos hacia la plenitud de vida evangélica. Por el contrario, si se condujera a
una persona a comulgar incluso en la conciencia de hallarse deliberadamente en la persistencia del
pecado, por ejemplo de adulterio, se atentaría contra los mismos fieles
conduciéndolos a un pecado más grave,
a la vez que se atentaría contra la santidad
del sacramento eucarístico.
En segundo lugar, hay que tener en
cuenta lo establecido en el canon 915 que dice: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión… los que obstinadamente
persistan en un manifiesto pecado grave.»
Este canon, a diferencia del 916 que apela a la conciencia de los fieles
exhortándolos a no recibir la sagrada comunión si se encuentran en conciencia
de hallarse en pecado grave, apela a la conciencia de los pastores para la
custodia de la santidad del sacramento
eucarístico.
Mientras que el canon 916 señala que no
deben solicitar la sagrada comunión
los fieles que se encuentran en conciencia de pecado grave, el canon 915 señala
que no deben ser admitidos a la
sagrada comunión aquellas personas que mantengan una persistencia obstinada en un pecado
grave manifiesto, es decir, conocido
por la comunidad.
En este sentido, el presbítero debe
hacer notar a la persona que se encuentra en estado de persistencia obstinada
en pecado manifiesto que no debe de comulgar
y que de acuerdo a la normativa de la Iglesia no debe ser admitida a la comunión.
Sin embargo, no es suficiente con darle
a conocer la norma canónica como lo ha pedido el Papa Francisco. Es importante
que al tiempo que se da a conocer la disciplina sacramental se invite a los fieles,
que así lo deseen, a iniciar un proceso de acompañamiento que incluya al
discernimiento y la integración según lo establecido por la Exhortación.
Ahora bien, como se ha visto, el
discernimiento en estos casos recae sobre el pecado grave. Es decir, es necesario que los fieles hagan un juicio
en conciencia sobre su situación de pecado. Es necesario, también, que el
presbítero haga un juicio en conciencia sobre el pecado grave de quienes se acercan al discernimiento, tomando en
cuenta no sólo la materia grave. El
número 305 pide tomar en cuenta en el discernimiento los condicionamientos o factores
atenuantes.
Para este discernimiento vale lo que ya hemos mencionado al hablar sobre la
imputabilidad del sujeto moral en este comentario.
Sin embargo añadiríamos algunos
principios más. El primero es que la
conducta se presupone siempre humana. Es decir que a no ser que conste, por razones de gravedad, que el sujeto no ha
actuado con plena libertad, se presupone
siempre su libertad. En este sentido hay que recordar el número 1736 del
Catecismo que dice que «todo acto
directamente querido es imputable a su autor».
A esto habría que agregarle algo más: el discernimiento no sólo contempla un
acto sino sobre todo la persistencia
obstinada en el pecado grave.
De modo que para que el
presbítero declare en el discernimiento que habiendo materia de pecado no ha
habido pecado debe tener certeza moral de
que la conducta no ha sido humana, es decir, de que la persona ha actuado en defecto absoluto de su libertad. Y
esto vale sobre todo para el juicio respecto a la persistencia obstinada. Es decir, para hacer una declaración en
este sentido, el presbítero tendría que tener certeza moral de que el pecado no se corresponde en el sujeto con
un acto deliberado, y la
persistencia obstinada no se corresponde con una decisión libre. Esta certeza es prácticamente imposible de
alcanzar.
No basta la sospecha para declarar que una conducta no es libre. En caso de
duda o sospecha se ha de recordar lo primero que hemos dicho: a no ser que conste lo contrario la
conducta se presupone libre. Y en segundo lugar, recordando el célebre
principio prudencial de San Alfonso María de Ligorio que dice que en las cosas dudosas se ha de buscar
siempre la verdad, si no se halla claramente la verdad se ha de optar por la opinión más probable, se debe pensar
que no habiendo certeza de la no imputabilidad, lo más probable, por principio,
es que la conducta sea libre y, por lo tanto, responsable.
Debemos hacer una advertencia en el discernimiento. Si
una persona hiciera un discernimiento superficial
sobre su conciencia, que no tuviera como criterio objetivo la norma moral y se acercara a comulgar, o bien,
si un presbítero en el discernimiento hiciera lo mismo respecto a otro, o
declarara no imputable un acto o una conducta sin tener certeza moral, sobre ambos recaería la advertencia del Apóstol que
dice: «Por tanto, quien coma el pan o
beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del
Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues
quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo.» (1
Cor 11, 27-29)
Ahora bien, la nota 351
no habla directamente de la comunión sacramental. Hace una referencia general
al auxilio de los sacramentos. De
modo que se sigue el orden natural de la praxis sacramental según el cual para
recibir la comunión, en caso de haber conciencia de pecado grave, se debe
recurrir a la confesión sacramental.
En este sentido, para todos estos casos, el paso previo, necesario e
indispensable para recibir la comunión es la confesión sacramental en la que se realizará el juicio más delicado
sobre el estado de la persona.
Para la confesión sacramental el
confesor ha de tener en cuenta que para que el penitente reciba la absolución
sacramental se requieren unas condiciones.
El canon 987 dice: «para recibir el
saludable remedio del sacramento de la penitencia, el fiel ha de estar de tal
manera dispuesto, que rechazando los pecados cometidos y teniendo propósito de
enmienda se convierta a Dios.»
En este sentido el confesor debe
recordar que el penitente debe manifestar un propósito de abandono de la persistencia en el pecado grave. De haber
duda razonable respecto a esta disposición el presbítero debe negar, o bien,
retrasar
la absolución sacramental hasta el momento en el que a través del
acompañamiento pastoral el penitente pueda asumir libremente el propósito de
enmienda requerido.
Si estas condiciones no se
dieran, a pesar de que el confesor absolviera la absolución no sería válida y
se cometería un grave perjuicio
contra el penitente, quien quedaría retrasado
en su proceso de conversión y, pensando
estar absuelto de su culpa, recurriría a la comunión sacramental.
Dada la delicadeza de las
cuestiones tratadas el confesor debe proceder con una gran caridad y una gran
misericordia, para tratar de ayudar a las personas en su proceso de conversión. En este sentido debe recordar la importante
exhortación del Papa Francisco que dice «a los sacerdotes les recuerdo que el
confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia
del Señor».
Ahora bien, tomando en cuenta la
invitación del Papa Francisco a mantener siempre una
actitud misericordiosa es muy útil que el confesor que hace un
determinado acompañamiento pastoral tome como máxima las siguientes palabras
del
Vademecum para confesores: «A quien,
después de haber pecado gravemente contra la castidad conyugal, se arrepiente
y, no obstante las recaídas, manifiesta su voluntad de luchar para abstenerse
de nuevos pecados, no se le ha de negar la absolución sacramental. El confesor
deberá evitar toda manifestación de desconfianza en la gracia de Dios, o en las
disposiciones del penitente, exigiendo garantías absolutas, que humanamente son
imposibles, de una futura conducta irreprensible[45], y esto según la doctrina aprobada y la
praxis seguida por los Santos Doctores y confesores acerca de los penitentes
habituales».
Un ejemplo sería el caso de una
pareja de divorciados vueltos a casar que han decido de común acuerdo abandonar
la persistencia en el pecado de adulterio a través de la promesa de castidad. Requieren un acompañamiento paciente y
delicado que tome en cuenta las posibles caídas con gran misericordia y
conforme a lo dicho anteriormente recurran habitualmente a la confesión y a la
comunión eucarística.
Por último cabe mencionar que el
auxilio que la Iglesia ofrece a todos sus hijos no se agota en la vida sacramental.
También incluye la vida de oración y
la penitencia.
En este sentido el presbítero que conduzca el acompañamiento es el primero que
debe ejercer su oficio de santificación también a través de la oración
insistente y de la penitencia en favor de los penitentes, precisamente
implorando de la misericordia divina el auxilio para que los penitentes puedan
alcanzar las debidas disposiciones en su camino hacia la plenitud de vida
evangélica.
6. Integrar
El Papa Francisco ha
sido muy claro en que es su deseo que busquemos la forma de integrar a todos, en la
vida de la Iglesia. Esta integración debe tomar en cuenta, por otro lado, la
situación de cada uno. Por ejemplo, el papa Francisco señala que si una persona
persiste en una situación objetiva de pecado manifiesto no debe dar catequesis o predicar. Esta persona requiere un acompañamiento para «volver a escuchar el anuncio del Evangelio y
la invitación a la conversión». Pero incluso para una persona en esta
situación se puede buscar algún modo de integración en la vida de la comunidad.
El Papa Francisco menciona explícitamente la tarea socio-caritativa y las
reuniones de oración a la vez que menciona otras opciones posibles en el
discernimiento con el Pastor.
Finalmente
hay que decir que la lógica de la
integración para el Papa Francisco debe de construir el acompañamiento
pastoral. Lo refiere, especialmente, para los divorciados vueltos a casar, «de modo que todos se sientan miembros del
cuerpo de Cristo»y cada uno pueda tener una experiencia eclesial que les
ayude en su propio proceso.
En este sentido nos invita a
discernir sobre los modos concretos de realización de la integración considerando
algunas formas actuales de exclusión que requieran reformarse. Dice así: «Su participación puede expresarse en
diferentes servicios eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de
las diversas formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito
litúrgico, pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas. Ellos no
sólo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y madurar como
miembros vivos de la Iglesia, sintiéndola como una madre que les acoge siempre,
los cuida con afecto y los anima en el camino de la vida y del Evangelio. Esta
integración es también necesaria para el cuidado y la educación cristiana de
sus hijos, que deben ser considerados los más importantes»
FIN DE LA PRIMERA PARTE DEL
COMENTARIO
Espera la siguiente reflexión:
Comentario teológico y pastoral a la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia (2)
La lógica de la
misericordia pastoral: Interpretaciones divergentes, pastoral permisiva,
pastoral rigorista y pastoral misericordiosa