Recientemente
he escrito un comentario extenso sobre la vía pastoral propuesta por el Papa
Francisco en la Exhortación Apostólica
Postsinodal Amoris Laetitia. Quisiera
ampliar la reflexión allí expuesta a la luz de la afirmación definitiva de la libertad que la Iglesia ha hecho siempre al considerar la altísima dignidad de la persona humana.
Derivado directamente de algunos fragmentos de la Exhortación, o
bien, de algunas interpretaciones que de allí se siguen se han suscitado
algunos comentarios que afirman que el texto permite la comunión a los
divorciados vueltos a casar que viven en adulterio, en «ciertos casos». Algunos han
aludido a las palabras del Papa Francisco a los periodistas mientras regresaba
a Roma de su viaje a Lesbos el 16 de abril de 2016.
Lo cierto es que ni el texto de la Exhortación, ni la respuesta en
el avión, ni tampoco la presentación hecha por el Cardenal Schönborn ejecuta
una reforma de la disciplina sacramental de la Iglesia.
Tal reforma requeriría un decreto
que modificara el Código de Derecho Canónico y este decreto no existe.
De cualquier modo, mientras no haya una aclaración oficial de la
Santa Sede al respecto, la normativa vigente, basada en la Palabra de Dios, en
el Magisterio y en la praxis multisecular de la Iglesia, está establecida por
el Código de Derecho Canónico.
La
pastoral de los «permisos»
Sin embargo, quienes sostienen la «pastoral de
los permisos» afirman que esta
reforma no es necesaria. La razón a la que aluden es la siguiente: en «ciertos casos» determinados por el «discernimiento» se puede afirmar que una persona que vive habitualmente en
situación objetiva de pecado grave,
subjetivamente puede no ser culpable de su falta debido a que los «condicionantes» y las «circunstancias», lo «eximen» de la imputabilidad moral y, por lo tanto, «suprimen» la responsabilidad moral ante Dios. En este caso, se afirma, se podría dar «permiso» de
comulgar sin abandonar la situación objetiva de pecado.
Analicemos la cuestión detenidamente: Es doctrina de la Iglesia,
fundada en la ley natural y en la Palabra de Dios que el adulterio es un pecado grave[1]. Sin embargo, consideremos
que el razonamiento que sostiene la referida pastoral de los «permisos» no se reduce al pecado de adulterio. El mismo razonamiento puede
ser aplicado para cualquier situación objetiva
de pecado grave, su campo de aplicación se extiende a toda la enseñanza
Moral de la Iglesia. De modo que, no
habiendo una reforma ni de la disciplina sacramental, ni de la doctrina respecto
al Matrimonio se afirma una reforma
general de la moral fundamental.
¿En
qué consistiría esta supuesta
reforma de la moral fundamental que daría origen a la pastoral de los «permisos» para
pecar? Consistiría en afirmar como «norma general» que la persona puede tener
una conducta de pecado objetivo, sin
que tal conducta sea en realidad algún pecado,
debido a las condiciones subjetivas en las que tal conducta se realiza. En
relación a las condiciones subjetivas se desestimarían los defectos del juicio de conciencia[2]
(ignorancia, inadvertencia, error) por ser fácilmente superables, para estimar como
justificación las circunstancias y
los condicionantes de la voluntad.
Valoración crítica
De los
elementos mencionados, analicemos primeramente las «circunstancias». Es
doctrina de la Iglesia que las «circunstancias» no pueden suprimir la responsabilidad moral del sujeto[3]. Ninguna circunstancia puede
hacer que un objeto intrínsecamente malo sea bueno[4]. En medio de las diversas
circunstancias el sujeto actúa con
libertad. Las circunstancias no
definen el acto sino que lo acompañan, influyendo verdaderamente en él pero
sin cambiar su naturaleza propia.
La
actuación libre del sujeto moral está siempre circunstanciada, de modo que las
circunstancias son parte integrante del acto moral. Sin embargo, al no definir
el acto, no definen la moralidad del mismo sino que influyen en su moralidad
pudiendo ser agravantes o atenuantes de la responsabilidad. Las circunstancias no pueden hacer justo un acto injusto, podrían hacerlo más
injusto o menos injusto pero jamás justificarlo.
Los «condicionantes» se
pueden considerar dentro de las «circunstancias». Sin embargo, se distinguen
para señalar que influyen de manera importante en la conducta de la persona. El
acto deliberado se realiza condicionado por algunos elementos que
influyen en la voluntad. Los «condicionantes»
aludidos son: las pasiones, los hábitos adquiridos,
la inmadurez afectiva u otros factores psíquicos o sociales. Para los condicionantes aplica el mismo
principio que para las circunstancias: no definen la naturaleza del acto sino que la acompañan, significando respecto a
la responsabilidad moral una atenuación
o un agravamiento de la culpa. No se
puede decir que supriman la
responsabilidad moral a menos que anulen
absolutamente la libertad.
En tal
caso, los condicionantes dejan de ser condicionantes y adquieren una valoración
distinta. En la «norma
general» que apela a los «condicionantes»
para declarar la no imputabilidad de la
culpa los «condicionantes» no son
tomados como principios que influyen en la conducta de la persona sino como
principios que la determinan. Afirmar que la
culpa del pecado no es imputable al sujeto es afirmar que no es responsable de
su conducta. Afirmar que el sujeto no es responsable de su conducta es afirmar
que no ha obrado con libertad. Si el
sujeto no ha obrado con libertad, entonces, los condicionantes dejan de ser
condicionantes y pasan a ser
determinantes: los únicos principios explicativos de la conducta.
Según este racionamiento, la persona a la que se le concedería la «excepción» y
se le otorgaría el «permiso» tendría una conducta habitual de pecado objetivo y persistente, pero no sería culpable porque su conducta no procedería de su libertad sino que
estaría determinada a ser así. De modo
que los principios constitutivos de la acción no serían más ni la voluntad habiendo deliberado, ni tampoco los «condicionantes»,
ni tampoco las «circunstancias», sino algunos elementos «determinantes»
de la conducta.
Al
decir esto se afirma que aquella persona necesariamente
debe tener una conducta de pecado. Tal persona, determinada por elementos
de diversos órdenes (psíquicos y sociales), no podría no pecar, estaría
obligada a pecar siempre. Esto sólo podría deberse a dos motivos: el primero,
que le fuera imposible al hombre no pecar, como pensaba Lutero, negando la
fuerza de la gracia; el segundo que tal persona no fuera libre. Afirman
quienes promueven la «pastoral de los permisos» que no asumen el pensamiento
luterano. Luego, entonces, apelan al segundo principio: objetan la libertad.
Es
evidente que una persona sólo es responsable
de sus actos libres. De modo que si
una persona no fuera libre, quedaría exento de cualquier culpa. Si estuviera
exento de cualquier culpa, entonces, no podría tener «conciencia
de pecado grave»[5] y, por lo tanto, podría comulgar incluso sin acceder al
sacramento de la Reconciliación. En estos casos, el fruto del «discernimiento» sería liberar la conciencia de la «culpa» apelando a los «condicionantes» que se
tomarían como «determinantes» de la
acción. Negando su libertad se libera la conciencia de la «culpa» y liberándolo de la «culpa» se le induce
a recibir la Sagrada Comunión.
Este
modo de proceder es un engaño
gravísimo. El razonamiento a la inversa es el
siguiente:
1. No deben ser
admitidos a la Sagrada Comunión quienes tengan conciencia de pecado grave sin
antes recurrir al sacramento de la Reconciliación.
2. No teniendo
conciencia de pecado grave es posible recibir la Sagrada Comunión.
3. Para no tener
conciencia de pecado grave se requiere no haber cometido pecado.
4. Se tiene una conducta (adulterio o cualquier otra) que
es objetivamente pecado.
5. Se afirma que
aunque objetivamente tal conducta es pecado, subjetivamente no lo es porque la
persona que lo ha realizado está
determinada a pecar, no ha sido
libre.
6. En el discernimiento
se libera la conciencia de la culpa respecto al pecado grave, señalando que no
es imputable puesto que las condiciones determinantes han suprimido la
libertad.
7. Liberada de la
culpa la persona es liberada de la conciencia de pecado grave y se le induce a
recibir la Sagrada Comunión.
El
engaño consiste tanto en la negación de
la libertad como «norma general» como en la negación de su ejercicio «caso por caso».
Si se apelara, además, al principio luterano, se negaría la fuerza de la gracia
para liberar a las personas del pecado, negando entonces tanto la libertad como
la gracia. Es gravísimo porque sus
principios son heterodoxos, atenta
contra la dignidad de las personas y
les cierra «caso por caso» a las personas la posibilidad de recibir la misericordia de Dios induciéndolos a
pecados ulteriores más graves.
Libertad y Dignidad de
la Persona
«Es la Iglesia la defensora más firme de la
libertad»[6]. La libertad del hombre pertenece al
patrimonio doctrinal de la Iglesia. No sólo porque sea un hecho demostrable
argumentativamente por la razón, sino que, además, es enseñada como un dogma de fe[7]. Esto quiere decir
que la libertad del sujeto moral
debe ser tenida como doctrina católica
definida. También significa que su negación pertinaz es un pecado contra la
fe[8].
El fundamento
teológico de la libertad afirma el fundamento
racional integrándolo en una comprensión más elevada: la libertad tiene una
profunda causa que hemos conocido por la revelación. Tiene su principio en Dios
que lo ha creado a su «imagen y semejanza». El hombre es
libre porque Dios lo ha hecho semejante
a sí mismo: «El hombre es racional, y por ello
semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos»[9].
Por
esta razón decimos con certeza que proviene
de la fe que la libertad humana se funda en la dignidad de la persona. Por su dignidad personal el hombre es capaz
de obrar por sí mismo y de responder pos sus actos. La Iglesia siempre ha enseñado que «Dios
ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de
la iniciativa y del dominio de sus actos. “Quiso Dios “dejar al hombre en manos
de su propia decisión” (Si 15,14.)»[10]
La libertad de la persona la hace, en cierto
sentido, dueña de sí misma y dueña de sus actos. Esta autoría de sus
actos, que provienen de su voluntad libre, la hace responsable
frente a Dios y frente a la comunidad humana[11]. La negación de la
libertad humana es contraria a la fe
católica. Por el contrario, afirmar que la persona humana es libre es afirmar su preciosa dignidad.
Negar su libertad es atentar gravemente contra su dignidad personal. «Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el
derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre
debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho.»[12]
La
«pastoral permisiva» niega la libertad del hombre y al hacerlo agravia su
dignidad. Establece un «principio general» que juzga los «casos» negando la libertad
de la persona en su ejercicio. Es
verdad que en el ejercicio de la
libertad pueden existir algunos factores que sean un obstáculo para el desarrollo del sujeto moral. Es verdad también
que la libertad se pueda ver impedida
en su ejercicio en alguna circunstancia. Pero en estos casos el defecto para el ejercicio de la libertad se corresponde a una cierta patología, e
incluso en ellos es imposible determinar con certeza la supresión absoluta de la autonomía
moral. Por ello, establecer una «norma general» a partir de la posibilidad de un caso patológico para aplicarse en un
universo diverso de casos no sólo es un error sino un engaño.
Además,
conviene distinguir entre ejercicio
actual y ejercicio habitual de
la libertad. La «pastoral de los permisos» no contempla el ejercicio actual, sino el ejercicio
habitual puesto que precisamente dirige el discernimiento hacia la persistencia en la situación objetiva de pecado. De modo que el discernimiento «caso
por caso» no juzgaría sobre la imputabilidad de un acto realizado sino sobre la imputabilidad de un acto realizable desde las condiciones
actuales del sujeto. Es decir, no afirmaría que la persona no ha sido libre en un determinado caso sino que no es libre
habitualmente.
En
este sentido para otorgar el supuesto «permiso»
tendría que declarar que la persona está
determinada a obrar siempre del mismo modo. Porque si la misma persona
pudiese tanto pecar como no pecar,
tanto mantenerse en la persistencia
habitual del pecado como abandonarla,
entonces no estaría determinada a obrar de un modo u de otro y sus actos serían
responsables e imputables[13] y el permiso aludido sería imposible de dar sin
recurrir a una «excepción» a la norma moral lo cual es igualmente imposible.
Este
grave engaño, atenta contra la
dignidad de la persona negando su libertad, hace superfluos los valores que
está tratando de defender,[14]
engaña a los fieles induciéndolos al error respecto al pecado, le niega a la
persona su capacidad de vivir en la gracia de Dios abandonándola a la
esclavitud del pecado (Rm 6, 17), privándola de la misericordia de Dios e induciéndola a pecados más graves como el
sacrilegio eucarístico.
San
Juan Pablo II previó la posibilidad del este engaño que anularía la responsabilidad moral de la persona
transfiriéndola a diversos factores psíquicos y sociales en su Exhortación
Apostólica Post-sinodal Reconciliatio et
Paenitentia. Al respecto enseñó:
«El
pecado, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto de la persona, porque
es un acto libre de la persona individual, y no precisamente de un grupo o una
comunidad. Este hombre puede estar condicionado, apremiado, empujado por no
pocos ni leves factores externos; así como puede estar sujeto también a
tendencias, taras y costumbres unidas a su condición personal. En no pocos
casos dichos factores externos e internos pueden atenuar, en mayor o menor
grado, su libertad y, por lo tanto, su responsabilidad y culpabilidad. Pero es
una verdad de fe, confirmada también por nuestra experiencia y razón, que la
persona humana es libre. No se puede ignorar esta verdad con el fin de
descargar en realidades externas —las estructuras, los sistemas, los demás— el
pecado de los individuos. Después de todo, esto supondría eliminar la dignidad
y la libertad de la persona, que se revelan —aunque sea de modo tan negativo y
desastroso— también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así, en
cada hombre no existe nada tan personal e intrasferible como el mérito de la
virtud o la responsabilidad de la culpa.»[15]
Nunca la Iglesia ha propuesto una «pastoral de los permisos». Ha propuesto siempre
una «pastoral de la
misericordia».
Afirma con firmeza la dignidad de la persona y su libertad. Afirma con la misma
firmeza la herida que el hombre experimenta respecto al pecado y la necesidad
de la gracia para realizar el bien. Afirma con gran alegría la redención de
Cristo, que es capaz de liberar al hombre de la esclavitud del pecado
llevándolo a progresar en la virtud, en el conocimiento del bien y en la vida
nueva de los Hijos de Dios (Rm 8, 21). Asumir la «pastoral de los permisos» es renunciar al anuncio de la
alegría del Evangelio que libera y conduce a la plenitud.
La «pastoral de los permisos» es fácil, cómoda y mundana. La «pastoral de la misericordia»
es ardua, sacrificada y redentora. Exige un verdadero «acompañamiento» pastoral
y un gran amor al Evangelio. La «pastoral de los permisos» abandona en el pecado. La «pastoral de la misericordia»
ofrece la gracia y la reconciliación.
Anunciemos con firmeza la libertad del
hombre y su dignidad. Anunciemos con alegría la fuerza de la gracia para
liberar al hombre del pecado. Pero no es suficiente que anunciemos. Por amor a la
Iglesia, considero un deber de conciencia denunciar la «pastoral permisiva».
Denuncio con firmeza la «pastoral de los
permisos» por su falsedad, incompatibilidad con el Evangelio y el grave daño
que ocasiona a los fieles. Ninguna persona tiene autoridad para dar un permiso
para pecar, aunque este revestido de autoridad eclesiástica, quien así lo
hiciera se pondría a sí mismo por encima de Dios y en contra de la salvación de
las almas. Si un sacerdote diera permiso para pecar, habría que tomarlo como un
falso profeta y huir de él.
[1] Catecismo
de la Iglesia Católica, 2380 – 2381.
[2]
Los defectos de la conciencia si pueden suprimir la responsabilidad moral. Sin
embargo lo hacen respecto a un determinado acto en el que el sujeto sin culpa
alguna no tuviera conciencia de que transgredía la ley moral. Sin embargo no se
puede desarrollar una «pastoral de permisos» que apele a este principio porque
basta con iluminar la conciencia para anular el defecto. Aun así, es
prácticamente imposible apelar a la ignorancia respecto al adulterio.
[3]
«Las circunstancias, comprendidas en
ellas las consecuencias, son los elementos secundarios de un acto moral.
Contribuyen a agravar o a disminuir la bondad o la malicia moral de los actos
humanos (por ejemplo, la cantidad de dinero robado). Pueden también atenuar o
aumentar la responsabilidad del que obra (como actuar por miedo a la muerte).
Las circunstancias no pueden de suyo modificar la calidad moral de los actos;
no pueden hacer ni buena ni justa una acción que de suyo es mala.» Catecismo
de la Iglesia Católica 1754
[4]
«Si los actos son intrínsecamente malos,
una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar
su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por
sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a
los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice
san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos
semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis
causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados
justificados?» Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán
transformar un acto intrínsecamente deshonessto por su objeto en un acto
subjetivamente honesto o justificable como elección.» Juan Pablo II, Veritatis
Splendor, 81.
[5] Código
de Derecho Canónico, c. 915.
[6]
León XIII, Libertas Praestantantissimum, 4.
[7]
Ibid.
[8] «Se llama herejía la negación pertinaz,
después de recibido el bautismo, de una verdad que ha de creerse con fe divina
y católica, o la duda pertinaz sobre la misma; apostasía es el rechazo total de
la fe cristiana…» Código de Derecho Canónico, c. 751.
[9]
Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4,
4, 3.
[10]
Catecismo de la Iglesia Católica, 1730.
[11] Catecismo
de la Iglesia Católica, 1734.
[12]
Catecismo de la Iglesia Católica, 1738.
[13] Catecismo
de la Iglesia Católica, 1736.
[14]
Una persona que está divorciada y vuelta a casar afirma amar a la persona con
la cual cohabita. Si se declarara no imputable el acto, al mismo tiempo se
declararía que el supuesto amor profesado no sería un acto humano y, por lo
tanto, no sería amor. Es fácilmente reconocible el agravio que este
razonamiento conlleva para las personas implicadas.
[15] Juan
Pablo II, Reconciliatio et paenitentia, 16
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