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domingo, 5 de agosto de 2018

62. [S.Th] La inviolabilidad de la vida humana

La pena de muerte es inadmisible: Francisco

Introducción

En este artículo, escrito en el contexto de las discusiones recientes respecto a la Doctrina de la Iglesia sobre la pena de muerte, expondré en qué consiste el principio de la inviolabilidad de la vida humana, de dónde se deriva, cuáles son sus implicaciones, sus alcances y sus limitaciones como principio Ético. Para ello, partimos del ser específico de la persona humana en su carácter espiritual, trascendente y social, llegando a distinguir y formular un principio absoluto y un principio relativo de inviolabilidad de la vida humana que pudieran iluminar la cuestión.

La persona humana y la vida biológica

En primer lugar, hay que afirmar que la vida biológica es un bien fundamental de la persona humana. Sin embargo, la persona humana no se reduce a su vida biológica sino que estando constituida por un principio espiritual trasciende la vida humana biológica en su existencia temporal. De modo que el bien integral de la persona humana incluye su vida biológica pero tiene un ámbito propiamente espiritual y un horizonte de vida personal más allá de las condiciones de la vida biológica.

Por este motivo, no se puede decir que la vida humana biológica sea un bien absoluto sino subordinado y hasta relativo al bien espiritual de la persona, a su vocación trascendente y a su vida sobrenatural (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 2). Ahora bien, el hecho de que no sea un bien absoluto por su carácter relativo como realidad penúltima no implica que no posea un carácter sagrado y un bien fundamental, inviolable, para la persona humana.

Subordinación de la vida humana biológica la vida espiritual


La vida humana biológica está subordinada, entonces, a la vida espiritual y al desarrollo de su vida sobrenatural. De modo que para delimitar el principio de la inviolabilidad de la vida humana tenemos ya un principio superior: el bien espiritual del alma. Dicho en términos negativos la vida del alma es más valiosa que la vida del cuerpo y, por lo tanto, el principio de inviolabilidad de la vida no es un principio absoluto si con ello entendiéramos una opción que pusiera por encima la vida temporal a la vida eterna. Por este motivo le es lícito al hombre perder su vida para salvar su alma.

Subordinación de la vida humana al bien común

La vida humana de la persona está siempre en relación con la comunidad. Es la comunidad la que garantiza la transmisión de la vida a través del matrimonio en la familia. De ella se recibe y en ella se desarrolla. Así, la persona humana, no sólo recibe la vida sino que está llamada a desarrollarse en su horizonte vital junto con otros, procurando su bien moral, el bien del prójimo y el bien común. Por esta relación fundamental de la persona con el prójimo se constata el valor no sólo de la vida del individuo, sino de toda vida humana y de la misma comunidad en relación al bien común. De modo que, no obstante, el carácter sagrado de la vida humana, esta misma vida se sitúa en relación con la vida del prójimo y con los demás. Esta relación constituye una segunda delimitación, más delicada que la primera, del principio de inviolabilidad de la vida, pero que debe tomarse en cuenta en el momento de desarrollar una Ética de la vida. Por esta razón le es lícito al hombre sacrificar su vida por la comunidad o por su prójimo, especialmente tomando en cuenta su bien espiritual, pero incluso para salvar la vida humana del prójimo.

La vida humana: derechos y obligaciones morales conforme a la ley natural

La vida humana biológica, como bien fundamental de la persona, implica, conforme a la ley natural, una serie de derechos y de obligaciones morales. En primer lugar toda persona está obligada a conservar, preservar y desarrollar su propia vida. Por este motivo a nadie le es lícito atentar contra su vida. En este nivel, primario, se sitúa la inmoralidad del suicidio y de la eutanasia. Además, cada persona, adquiere la obligación moral grave de cuidar su propia vida procurando los medios adecuados para garantizar su salud y conservar su vida. De esta obligación grave, extendida al ámbito comunitario, conforme a la ley natural, se deriva igualmente como derecho la propiedad privada (León XIII, Rerum novarum). Por eso todos los actos que deliberadamente atenten gravemente contra la propia vida son igualmente condenables.

En  segundo lugar, toda persona está obligada a respetar, custodiar y defender la vida del prójimo. Reviste un deber moral mayor, la custodia de aquellas personas a las que el mismo orden natural pone bajo el cuidado de una persona. Todo padre debe procurar, sostener, custodiar, y salvaguardar la vida de sus hijos. Todo cónyuge de su consorte. Todo hijo de sus padres y hermanos. Esta obligación se extiende proporcionalmente a los prójimos más inmediatos y no anula una cierta responsabilidad respecto a la vida de cada uno de los miembros de la comunidad.  Por este motivo son gravemente inmorales el homicidio, el aborto, el abandonar a los enfermos y a los ancianos hasta la muerte y cualquier otro acto que atente contra la vida del prójimo.

La legítima defensa como medio de preservar la vida

Ahora bien, el cuidado de la propia vida y de la vida del prójimo, en ocasiones, implica el ejercer la violencia contra un injusto agresor que pretende arrebatar la propia vida. En este caso la Iglesia siempre ha enseñado la lícitud del ejercicio de la violencia, de modo proporcional, para impedir que un injusto agresor destruya la propia vida o la vida del prójimo. Y no solamente enseña la licitud sino incluso en ocasiones la obligación grave, cuando se trata de defender y custodiar la vida que por derecho natural está bajo el cuidado personal. Tal es el caso de la legítima defensa que ejerce un padre de familia respecto a su familia. Esta medida, que en ocasiones puede llevar a provocar la muerte del agresor moralmente está justificada precisamente tanto por el deber de custodiar la vida como por la subordinación de la vida humana al bien común.

El Estado garante del derecho a la vida

La comunidad política conformada por el vínculo moral entre las personas que procurando el bien común constituyen una vida social regulada por un marco jurídico estable y por una autoridad legítimamente constituida tiene el deber de custodiar, defender, promover toda vida humana. Es el estado el que ha de ejercer las medidas más convenientes para preservar y garantizar la paz y la seguridad como principio constitutivo y principal condición del bien común. Además debe garantizar un marco jurídico que sostenga el derecho a la vida de todas las personas. Por este motivo, es gravemente condenable y destructivo del bien común las leyes permisivas del aborto o de la eutanasia. 

Siguiendo estos mismos principios, la Iglesia siempre ha enseñado el recurso legítimo de la guerra justa como un ejercicio de la legítima defensa de la comunidad política contra la agresión injusta a la vida de las personas que la integran así como de la salvaguarda de sus demás derechos. Del mismo modo ha enseñado la licitud moral de la pena de muerte como un medio para impedir que un delincuente juzgado y sentenciado pueda ejercer acciones homicidas. Este recurso no niega el carácter sagrado de la vida sino que aplica la subordinación de la vida al bien común. 

Principio de inviolabilidad de la vida humana: absoluto y relativo

Tomando en cuenta lo dicho, podemos delimitar el principio de la inviolabilidad de la vida humana. Primeramente subordinándolo al bien espiritual del alma. Seguidamente derivando las implicaciones de su subordinación al bien común. Así, se puede formular en dos niveles. El primer nivel sería el que se derivaría directamente de la ley moral natural y del derecho a la vida de cada persona y conforme a él se derivarían una serie de normas morales absolutas, taxativas y categóricas que no admitirían ninguna excepción.

Podemos llamarle «El principio absoluto de la inviolabilidad de la vida» . Para formularlo, tenemos que observar que no atente ni contra la subordinación de la vida humana al bien común ni contra la subordinación de la vida humana al bien espiritual de la persona.

Una primera formulación positiva puede ser la siguiente: la vida humana inocente es absolutamente inviolable y no debe ser eliminada por ningún motivo.  El magisterio de la Iglesia lo ha definido solemnemente del siguiente modo: «la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral» (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, 57). Esta normal moral es absoluta puesto que se impone como garantía del derecho a la vida y del bien común.

Ahora bien, la formulación absoluta no anula otras formulaciones relativas que en armonía con el carácter sagrado de la vida humana sin lesionar el bien común puedan servir como principios prácticos tanto para la vida personal como para la vida social. Se trata de máximizar en el orden práctico la constatación del carácter sagrado de toda vida humana incluso de la del delincuente, del culpable y del dañino.

Tomando en cuenta lo dicho podemos formular un principio Ético, que sin negar la subordinación del bien humano de la vida al bien común pueda servir de guía en lo que respecta a la vida humana de los delincuentes e incluso iluminar las acciones que se deriven propiamente de la legitima defensa y de la guerra justa. Podemos llamarle «El principio relativo de la inviolabilidad de la vida». Le llamamos relativo no porque la vida humana del delincuente no tenga un valor equiparable al de la vida humana inocente, sino porque la inviolabilidad de su vida está en relación al bien común. Podemos formularlo del siguiente modo: «la eliminación directa y voluntaria de un ser humano culpable, debe evitarse con la máxima diligencia, considerando el carácter sagrado de su vida, sin que esto resulte en un agravio al bien común». 

Tomando en cuenta lo dicho, podemos asegurar que si la comunidad política tuviera otros medios para impedir un daño grave al bien común relativos a un convicto homicida (o semejantes) que excluyeran la pena de muerte, debería preferir siempre los medios incruentos. Esta conclusión práctica ni niega el derecho del estado a preservar la vida de sus miembros, ni la paz ni la seguridad, ni afirma tampoco la ilicitud moral absoluta de la pena de muerte sino que se sigue como consecuencia de la constatación tanto del carácter sagrado de toda vida humana como de la posibilidad de garantizar el bien común por otros medios.

Ahora bien, dado que el valor específico de la persona humana conforme a su propia excelencia, también llamado «dignidad», tiene una relación con el carácter sagrado de la vida, podemos decir que la aplicación del principio relativo de la inviolabilidad de la vida humana es más conforme a la dignidad de la persona. ¿En qué se basa el principio relativo que hemos enunciado? En la enseñanza evangélica del carácter sagrado de la vida humana.


La inadmisibilidad de la pena de muerte

La reciente declaración de «inadmisibilidad» de la pena de muerte debe fundarse en este principio relativo de la inviolabilidad de la persona humana y no como una renuncia a los principios de la Ética de la vida que hemos señalado. Se trata de un compromiso de la Iglesia a ejercer un principio secundario que es válido y conveniente. El hecho de que se utilice el término inadmisible únicamente señala que dadas las circunstancias actuales es posible garantizar el bien común sin la pena de muerte, por lo tanto esta debe evitarse y la Iglesia se compromete a abolirla en todo el mundo. Así mismo, podemos decir que la legítima defensa debe realizarse no sólo con proporcionalidad, sino en la medida de lo posible evitando la muerte del agresor. Y en este mismo sentido podemos entender las expresiones de San Juan Pablo II respecto a la guerra «¡No más guerra!», no como una negación del derecho a la guerra justa sino como una opción superior que busque, en la medida de lo posible, evitar el derramamiento de sangre.

Conclusión: el principio de congruencia

La aplicación del principio relativo de la inviolabilidad de la vida a la pena de muerte establece una mayor congruencia en la misión profética de la Iglesia que si bien no niega la subordinación de la vida humana al bien común, debe manifestarse con más fuerza respecto al carácter sagrado e «inviolable» de toda vida humana para iluminar la cultura de muerte en la que vivimos. Esta congruencia es un bien para la Iglesia y debe constituir un patrimonio para la promoción del Evangelio de la Vida y la construcción de una cultura de vida también en el orden político.  

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