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sábado, 29 de agosto de 2020

El deseo «divino» de la unión (Homilía Sacerdotal) XXII Domingo del tiempo ordinario

El deseo  «divino» de la unión

P. Andrés Esteban López Ruiz

XXII Domingo del tiempo ordinario

El profeta Jeremías revela el misterio de su vida: Dios lo ha seducido. Dios le ha salido al encuentro como un enamorado y como un seductor no ha descansado hasta que ha obtenido lo que buscaba: que Jeremías correspondiera a su amor. «¡Me sedujiste Señor y me dejé seducir!» (Jer 20,7)

De esta manera abre su intimidad a su pueblo y pareciera querer gritar a los cuatro vientos que no ha tenido más remedio que amar a Dios, puesto que se ha dejado amar por él. El amor de Dios fue más fuerte que la oposición de su duro corazón. Se ha dejado seducir. Este secreto amoroso de Jeremías nos recuerda aquellas palabras del apóstol San Juan «En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos ha amado primero y nos entregó a su hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn, 4, 10). 

Nosotros, mis hermanos, tenemos que reconocer siempre el amor primero de Dios. Como enseña el papa Francisco Dios nos «primerea» y sale a buscar nuestro amor. Así se lo dijo a Santa Margarita cuando mostrando su corazón le hacía sus confidencias más hondas como reclamándole: ¡Nadie me ama! ¡No he encontrado un sólo corazón en el cual descansar! «¡Al menos tu ámame!».

Este es nuestro divino amante, el esposo siempre sediento que busca desposarse con la humanidad y que le ha entregado todo su cuerpo, toda su sangre, toda su riqueza, todo su amor y toda su vida y no ha encontrado, por la mayor parte de los hombres más que rechazo. Hoy hemos exclamado juntos: «Señor, mi alma tiene sed de ti, como tierra reseca agostada sin agua» (Salmo 62). Gran misterio es este: la sed que tenemos de Dios, él mismo la ha puesto en nuestros corazones como un deseo, un germen de inmortalidad, porque él mismo desea unirse a nosotros y compartirnos su amor. Y para que no dudemos él mismo nos ha dicho «Tengo sed» (Jn 18, 28). 

Hoy podemos consolarnos en esto: Él es el primero que quiere unirse a nosotros. Y no sólo a unos cuantos, aunque son pocos los que se «dejan seducir». Quiere unirse a todos los hombres, a todas las almas que ha creado con tanto amor y que ha redimido con mayor amor aún. Y tenemos que creerlo: existe un deseo divino inmenso e insaciable en el corazón de Jesús de unirse a nosotros. Él tiene sed de ti. 

Tal vez, en algún momento hemos querido corresponder a su amor y, después, nos desanimamos al pensar que hay demasiados obstáculos para la unión. Pensamos así: «Hay mucho que purificar, mucho que quitar, y Jesús sólo se une a las almas muy perfectas, muy elevadas y muy escogidas, yo no soy esa alma», Pues no mis hermanos, que equivocados estamos si pensamos así, esa es una «humildad exagerada» usando la expresión del siervo de Dios Don Luis María Martínez, una humildad que no hace justicia, no porque el alma se abaje, sino porque no permite a Dios abajarse. Tenemos que permanecer siempre humillados, pero saber que a un amante tan apasionado no lo detienen ni nuestras fallas ni nuestros pecados, ni nuestras imperfecciones.  

Si, Dios es el primero que quiere unirse a nosotros y, particularmente, a ustedes mis hermanos diáconos y seminaristas a los que ha llamado para participarles su corazón sacerdotal. Pues ha ustedes les quiere decir: «ya no los llamo siervos, los llamo amigos» (Jn 15, 15), pues les he dado a conocer todos los secretos de mi corazón, les he compartido mi corazón, mi obra y mi misión. Jesús quiere llevarnos a la más alta unidad con él, una unidad únicamente comparable con la unidad substancial de la Trinidad (Jn 17, 21), una unidad que transforme, que divinice, que santifique, de modo que tengamos un sólo corazón, una sola alma, un sólo espíritu con él. Un sólo amor, el amor a su Padre y a las almas, un sólo cuerpo, su cuerpo crucificado en nuestras manos y en nuestra carne, una sola sangre, su sangre derramada en nuestros labios y en nuestra vida consumida por el apostolado. 

¿No es esto lo que nos dice San Pablo?: «Os exhorto por la misericordia de Dios a ofrecerse ustedes mismos como una víctima viva, santa y agradable a Dios». (Rom 12, 1) Jesús nos quiere sacerdotes y nos quiere víctimas pues nos quiere unificados con él. Por eso mis hermanos nos regala la cruz y nos dice: «el que quiera seguirme que tome su cruz y me siga, que se niegue a sí mismo» (Mt 16, 24) para que no haya divisiones entre él y nosotros, que donde él esté estemos también nosotros (Jn 14, 1-3) para que todo lo suyo sea nuestro y todo lo nuestro sea suyo, para tener todo en común con nosotros. En la cruz Jesús nos seduce. ¡Mis hermanos dejémonos seducir, dejémonos conquistar, dejémonos amor por el crucificado y abracemos la cruz, marquemos nuestras almas con ella como con un hierro ardiente hasta que brote de nuestros huesos «un fuego abrasador que no podamos contener», el fuego de la unión divina que obra el Espíritu Santo y que nos mueve a hacer la voluntad del Padre (Hb 10, 5) 

La cruz nos purifica pues nos libera de nuestros pecados y a través de ella podemos resistir toda tentación y vencernos a nosotros mismos. Pero la cruz nunca se acaba. San Pablo, hoy nos insiste en que andemos por la vía iluminativa, transformando la mente y el corazón según los criterios de Cristo sin ajustarnos a los criterios del mundo (Rm 12, 2). Para ello necesitamos también la cruz, pues sólo la cruz tiene la fuerza para desarraigarnos de los criterios del mundo e iniciar en nosotros el juicio divino, la luz más alta, la que comunica el Espiritu Santo a través de sus dones y de sus virtudes infusas. Así se eleva para nosotros una sabiduría escondida: la ciencia de la cruz. En ella nos conformamos a la mente y al corazón de Cristo que prepara la unión.

Pero en la cumbre de la unión aparece la cruz nuevamente. Podemos decir, más alta, más gloriosa, más inmensa y más dolorosa. Cristo comparte con sus amigos su tesoro más precioso: el amor inmenso a las almas, junto con el dolor insaciable del rechazo... y de las almas perdidas. Mis hermanos este es el reino al que servimos, que será nuestro cuando seamos totalmente suyos. ¡Oremos!