Introducción
En el artículo previo hemos propuesto los preámbulos necesarios para que nazca la fe que se pueden resumir en uno: el espíritu humano que busca con humildad y magnanimidad la verdad. La condición asociada a este preámbulo es la escucha, y el discernimiento racional del testimonio dado junto con el juicio de los testigos. De este modo, llegamos a entender que el acto de fe, es razonable y tiene como característica esencial el discernimiento de la credibilidad "cogitare" y la confianza voluntaria al testigo "cum asensione".
Hemos dicho también que el origen de la Fe se encuentra en Dios quien decide revelarse, normalmente a través de mediaciones proféticas a las que les asocia su poder con signos y prodigios, y, en la plenitud de los tiempos a través de su Hijo, quien es la palabra definitiva y plena que el Padre ha querido dar a la humanidad por obra del Espíritu Santo.
Dios es origen de la fe en cuanto a que decide revelarse y también lo es en cuanto a que mueve los corazones a asentir en la Palabra de Vida. Así, los apóstoles creyeron en Jesucristo quien revelaba plenamente al Padre, y, al recibir el Espíritu Santo, se entregaron a predicar todo lo que habían recibido de él, a dar testimonio de su poder sobre la muerte, de su amor extremo, y del evangelio de la gracia.
Por la predicación engendraron miles en la fe, quienes nacieron verdaderamente a ella por el bautismo. Así, aceptando la Palabra de salvación, profesando exteriormente la fe de la Iglesia, muriendo al pecado y renunciando al demonio y al mundo eran sumergidos en el agua de la salud renaciendo para una vida nueva: la vida de los Hijos de Dios.
Y esta misma fe predicada por los apóstoles, profesada por la Iglesia en todo momento es la que hemos recibido también nosotros el día de nuestro bautismo. En el bautismo, se recibe la gracia santificante, la divinización del alma. En el orden de la inteligencia Dios comunica gratuitamente una cualificación sobrenatural, la fe misma. Así, aunque hemos hablado, anteriormente, del "acto de fe", ahora hablaremos de la fe como virtud teologal, como disposición permanente en el espíritu humano para unir el entendimiento con Dios de un modo sobrenatural.
La fe: virtud teologal
Santo Tomás enseña que la fe, como virtud, es un hábito operativo que dispone al hombre a realizar cierto tipo de actos y al mismo tiempo lo perfecciona. Como virtud teologal, implica no sólo que los actos que de ella se derivan se dirijan fundamentalmente a Dios, sino que proviene de Dios y realizan en el hombre una obra absolutamente desproporcionada a la naturaleza humana. La fe realiza algo en el hombre. Realiza una obra que es superior a la naturaleza del hombre perfeccionándola. Éste es el ámbito de la gracia sobrenatural. La fe hace posible que el hombre obre por encima de sus posibilidades naturales reales, es decir, sobrenaturalmente.
El
hombre por su naturaleza es apto para
conocer la realidad, la naturaleza de las cosas. El entendimiento
es
la facultad operativa que permite al hombre conocer
la
totalidad del ser. Este conocimiento es parcial y contextual y está
limitado a las posibilidades reales de la experiencia del hombre y de
su reflexión.
La naturaleza humana, que es espiritual y corporal, participa de la luz del entendimiento divino, y de este modo es apta y está dispuesta para la verdad, que se realiza en él cuando conoce la realidad tal cual es. La razón, por sí sola, es capaz de conocer, no sin muchos esfuerzos y con grandes posibilidades de error, grandes verdades que son fundamentales para la vida del hombre, como la existencia de un solo Dios, la existencia y la inmortalidad del alma, la existencia de la libertad, la sociabilidad de la persona, entre otras.
Todo lo que el hombre conoce, está en él según su modo de ser y se realiza en él según sus propias capacidades. Santo Tomás señala que escapa a la naturaleza del hombre conocer la esencia de Dios, contemplarlo tal cual es. Sin embargo, se pueden predicar con verdad, algunos de sus atributos. La razón es muy sencilla. La esencia de Dios es infinita, pues Él no es algo sino que es el Ser. El entendimiento humano es finito. Por lo tanto, es imposible que un entendimiento finito posea o conozca una realidad infinita. Conocer a Dios, su esencia, su naturaleza, en concreto, quién es él escapa a la naturaleza humana.
La obra de la gracia, consiste no sólo en que por la redención se nos alcanza la salvación eterna, sino que, por un lado, también se nos da la salud, la restauración de nuestra naturaleza afectada por el pecado y por otro, se nos capacita para la vida sobrenatural, desde ahora. Ser capaces de la vida sobrenatural implica realizar actos más allá de nuestra naturaleza. Conocer la existencia de Dios es un acto natural, conocer su esencia es sobrenatural. La virtud teologal perfecciona a la naturaleza facultándola para estos actos.
La fe perfecciona a la razón. Hace posible que el hombre conozca a Dios como él se conoce, que conozca al hombre como él lo conoce, que conozca al mundo como él lo conoce. La caridad perfecciona a la voluntad y hace posible amar como Dios ama. Luego, entonces, la fe no es sólo un asentimiento a las verdades reveladas por Dios, como un estar de acuerdo y un creer lo que él ha querido decirnos. Este es sólo el primer paso que ha de disponer para la recepción de la vida sobrenatural en el sacramento. La fe teologal es una modificación en el hombre, es la perfección divina de su entendimiento y de su naturaleza.
Estamos, entonces, en el ámbito de la obra sobrenatural de Dios en el hombre, en la divinización que se realiza en él a través de la fe. Santo Tomás dice que la Fe realiza en el hombre 4 bienes:
La naturaleza humana, que es espiritual y corporal, participa de la luz del entendimiento divino, y de este modo es apta y está dispuesta para la verdad, que se realiza en él cuando conoce la realidad tal cual es. La razón, por sí sola, es capaz de conocer, no sin muchos esfuerzos y con grandes posibilidades de error, grandes verdades que son fundamentales para la vida del hombre, como la existencia de un solo Dios, la existencia y la inmortalidad del alma, la existencia de la libertad, la sociabilidad de la persona, entre otras.
Todo lo que el hombre conoce, está en él según su modo de ser y se realiza en él según sus propias capacidades. Santo Tomás señala que escapa a la naturaleza del hombre conocer la esencia de Dios, contemplarlo tal cual es. Sin embargo, se pueden predicar con verdad, algunos de sus atributos. La razón es muy sencilla. La esencia de Dios es infinita, pues Él no es algo sino que es el Ser. El entendimiento humano es finito. Por lo tanto, es imposible que un entendimiento finito posea o conozca una realidad infinita. Conocer a Dios, su esencia, su naturaleza, en concreto, quién es él escapa a la naturaleza humana.
La obra de la gracia, consiste no sólo en que por la redención se nos alcanza la salvación eterna, sino que, por un lado, también se nos da la salud, la restauración de nuestra naturaleza afectada por el pecado y por otro, se nos capacita para la vida sobrenatural, desde ahora. Ser capaces de la vida sobrenatural implica realizar actos más allá de nuestra naturaleza. Conocer la existencia de Dios es un acto natural, conocer su esencia es sobrenatural. La virtud teologal perfecciona a la naturaleza facultándola para estos actos.
La fe perfecciona a la razón. Hace posible que el hombre conozca a Dios como él se conoce, que conozca al hombre como él lo conoce, que conozca al mundo como él lo conoce. La caridad perfecciona a la voluntad y hace posible amar como Dios ama. Luego, entonces, la fe no es sólo un asentimiento a las verdades reveladas por Dios, como un estar de acuerdo y un creer lo que él ha querido decirnos. Este es sólo el primer paso que ha de disponer para la recepción de la vida sobrenatural en el sacramento. La fe teologal es una modificación en el hombre, es la perfección divina de su entendimiento y de su naturaleza.
Estamos, entonces, en el ámbito de la obra sobrenatural de Dios en el hombre, en la divinización que se realiza en él a través de la fe. Santo Tomás dice que la Fe realiza en el hombre 4 bienes:
El
primero: Por
la fe se una el ama a Dios. Por la fe se realiza un tipo
de matrimonio (quasi
quodam matrimonium)
con
Dios. Santo Tomás cita al profeta Oseas (2,20) Te
desposaré conmigo en la fe. En
la explicación a este punto se señala que el bautizado tiene
que confesar la fe. Es
decir, el asentimiento a las verdades reveladas por Dios y
custodiadas por la comunidad (la iglesia) es necesario para que se
realice en él la vida sobrenatural, para que él reciba la fe
como
realidad ontológica.
Luego, entonces, la fe como virtud sobrenatural comienza en el bautismo. El catecúmeno habrá profesado el creer, el acto exterior de la fe, pero la fe no se habría realizado en él de manera propia e interior, perfeccionándolo y capacitándolo para los actos de fe que son sobrenaturales. Por este motivo el rito del bautismo para adultos pregunta ¿Qué pides a la Iglesia de Dios? Y a esta pregunta se admiten dos respuestas: La fe o el bautismo. Ambas son válidas, lo que quiere decir que se implican necesariamente. Por el bautismo se realiza la fe, y sólo en el bautismo se realiza la fe. Luego, entonces, el que pide la fe pide el bautismo y el que pide el bautismo recibe la fe.
El matrimonio con Dios, significa una unidad profunda con él. La fe realiza en el hombre una unidad profunda con Dios, no sólo a través del conocimiento (que ya es un cierto tipo de unidad) sino también en cuanto a que es principio de caridad. El amor humano (distinto de la caridad) une a dos personas, de tal manera que ya no sean dos sino uno, en atención a la comunión de vida en la búsqueda del bien común. Cuando el amor humano, entre un hombre y una mujer madura, la entrega matrimonial realiza la unión profunda que brota de la auto-donación definitiva de los esposos y se expresa también en su unión conyugal en atención a los fines propios y al amor mutuo. Y este amor natural ha querido ser referido por Dios para señalar un tipo de unión que él desea realizar con el hombre.Así, el matrimonio es un signo que expresa de algún modo el amor y la unión que Dios quiere realizar con los hombres, la unión que Cristo consumó con su esposa la Iglesia a través de la donación amorosa de su cuerpo y de su sangre. En el matrimonio cristiano los cónyuges son sacramento uno para el otro, es decir, signo presente y sensible del amor de Dios y de su obra. Son signo uno para el otro del matrimonio que Dios quiere realizar de modo definitivo y pleno con cada hombre. Como signo tiene también un contenido escatológico: señalar el destino final del hombre, la unión plena y definitiva con Dios. En este contexto, la virginidad consagrada, ya sea a través de los votos religiosos o del celibato sacerdotal asumidos libre y voluntariamente, se vuelve un signo esponsal escatológico.
Luego, entonces, la fe como virtud sobrenatural comienza en el bautismo. El catecúmeno habrá profesado el creer, el acto exterior de la fe, pero la fe no se habría realizado en él de manera propia e interior, perfeccionándolo y capacitándolo para los actos de fe que son sobrenaturales. Por este motivo el rito del bautismo para adultos pregunta ¿Qué pides a la Iglesia de Dios? Y a esta pregunta se admiten dos respuestas: La fe o el bautismo. Ambas son válidas, lo que quiere decir que se implican necesariamente. Por el bautismo se realiza la fe, y sólo en el bautismo se realiza la fe. Luego, entonces, el que pide la fe pide el bautismo y el que pide el bautismo recibe la fe.
El matrimonio con Dios, significa una unidad profunda con él. La fe realiza en el hombre una unidad profunda con Dios, no sólo a través del conocimiento (que ya es un cierto tipo de unidad) sino también en cuanto a que es principio de caridad. El amor humano (distinto de la caridad) une a dos personas, de tal manera que ya no sean dos sino uno, en atención a la comunión de vida en la búsqueda del bien común. Cuando el amor humano, entre un hombre y una mujer madura, la entrega matrimonial realiza la unión profunda que brota de la auto-donación definitiva de los esposos y se expresa también en su unión conyugal en atención a los fines propios y al amor mutuo. Y este amor natural ha querido ser referido por Dios para señalar un tipo de unión que él desea realizar con el hombre.Así, el matrimonio es un signo que expresa de algún modo el amor y la unión que Dios quiere realizar con los hombres, la unión que Cristo consumó con su esposa la Iglesia a través de la donación amorosa de su cuerpo y de su sangre. En el matrimonio cristiano los cónyuges son sacramento uno para el otro, es decir, signo presente y sensible del amor de Dios y de su obra. Son signo uno para el otro del matrimonio que Dios quiere realizar de modo definitivo y pleno con cada hombre. Como signo tiene también un contenido escatológico: señalar el destino final del hombre, la unión plena y definitiva con Dios. En este contexto, la virginidad consagrada, ya sea a través de los votos religiosos o del celibato sacerdotal asumidos libre y voluntariamente, se vuelve un signo esponsal escatológico.
Pero el amor humano, es siempre entre iguales y la unión entre semejantes es posible naturalmente puesto que una de las condiciones del amor es la semejanza, que no implica, en este sentido, igualdad, sino reciprocidad en la misma naturaleza y por tanto complementariedad.
La pregunta, entonces, sería, ¿dada la absoluta trascendencia de Dios y la gran des-semejanza entre él y la criatura, cómo es posible el amor a Dios y más aún el matrimonio con Dios? Respondamos sencillamente. Es imposible para el hombre, pero posible para Dios. ¿y cómo lo ha hecho posible Dios? Elevando a la criatura desde la semejanza de la imagen con la que ya lo había creado, a la semejanza de la naturaleza, a la semejanza del Hijo. Es decir, Dios ha querido divinizar a la criatura humana. El acto creador ya había dispuesto al hombre para una unión de esta naturaleza, haciéndolo "capax Dei" y de ahí que el mismo Verbo se haya unido a la naturaleza humana hipostáticamente para salvarnos y redimirnos. Y al unirse a la humanidad asumida, el Verbo, Jesucristo Nuestro Señor, se hizo participe de nuestra naturaleza para que nosotros pudiéramos hacernos partícipes de su naturaleza, y divinizados pudiéramos entrar en una comunión plena y definitiva con Dios. Reflexionemos un poco más sobre esto.
Dimensión escatológica del matrimonio espiritual
Este bien que la
fe realiza en el hombre, implica por un lado su temporalidad y
en ella su dimensión histórica y por otro lado su destino
final, escatológico. Durante el transcurso
de la vida mortal el fiel cristiano, consciente de esta unidad
profunda con Dios ordena su vida en función de ella (la vida en
Cristo) y la alimenta (con la oración y los sacramentos) para
después poder verle y gozarle en la vida eterna.
El matrimonio con Dios se realiza de manera definitiva en la gloria, pues cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo.(Mc 12, 18-25) Entonces lo veremos tal cual es. El verlo tal cual es implica un acto sobrenatural de entendimiento. Este acto sobrenatural inicia en la vida de manera imperfecta por la fe en el momento del bautismo. El verlo nos pone en relación directa con él, que permite no sólo el reconocimiento de su presencia y de su Ser, sino la adhesión y la posesión de su Ser por la voluntad. ¿Cómo es posible que una voluntad finita se adhiera y posea a Uno que es infinito? El matrimonio espiritual se realiza por la gracia del bautismo, tanto en la fe como en la caridad, que nos une íntimamente a Dios de modo sobrenatural. La caridad perfeccionando la voluntad hace posible la unión del hombre finito con Dios infinito al hacerlo participe de su naturaleza. El matrimonio espiritual nos hace semejantes a él. Esta semejanza aunque es imperfecta durante el tiempo presente, inicia en él en espera de la unión perfecta y definitiva. El hombre por su bautismo comparte la divinidad de aquel que ha querido compartir nuestra humanidad. La gracia lo capacita para los actos sobrenaturales o divinos, y sólo a través de ella es posible la respuesta al nuevo mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo los he amado.
Es en este sentido en donde se entiende el concepto
de adopción filial. De modo que si Dios ha querido revelar su amor y la unión que realiza en nosotros a través del matrimonio, no menos ha querido mostrarnos su amor haciéndonos sus hijos. Así, recapitula toda la experiencia del amor humano como desde su fuente y en su plenitud: el matrimonio, la filiación, la paternidad, la amistad.
Dios Padre en la unidad perfectísima y eterna de la Trinidad engendró al Hijo y de su relación que es la procesión del amor expiró el Espíritu Santo. El verbo, el Hijo, es eterno y divino, semejante en todo al Padre por los siglos. El verbo es el Hijo unigénito del Padre. Sólo él es Hijo de Dios por naturaleza, desde siempre ha sido, es y será semejante y en todo igual al Padre.
Dios Padre en la unidad perfectísima y eterna de la Trinidad engendró al Hijo y de su relación que es la procesión del amor expiró el Espíritu Santo. El verbo, el Hijo, es eterno y divino, semejante en todo al Padre por los siglos. El verbo es el Hijo unigénito del Padre. Sólo él es Hijo de Dios por naturaleza, desde siempre ha sido, es y será semejante y en todo igual al Padre.
Sin embargo, el misterio de la redención, más
admirable aún que el de la creación, supera el ámbito de la
naturaleza y su orden originario, que alterado por el
pecado del hombre, ha sido reconstruido por Cristo en su encarnación,
muerte y resurrección haciendo nuevas todas las cosas.
El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Reconcilió nuestra humanidad con la Divinidad en el templo de su propia persona, y por su sacrificio redentor nos quiso participes de su divinidad en misericordia. Los tesoros de la gracia, de sus méritos infinitos y de sus dones sobrenaturales fueron obsequiados a la Iglesia fundada en sus apóstoles, dándole autoridad para administrarlos y comunicándole su Espíritu para perpetuar su obra a lo largo del tiempo. Accedemos al tesoro de la gracia en el bautismo, a través de la Iglesia, cuando nuestra humanidad muere con Cristo y resucita a una vida nueva, sobrenatural, a una vida divina.
El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Reconcilió nuestra humanidad con la Divinidad en el templo de su propia persona, y por su sacrificio redentor nos quiso participes de su divinidad en misericordia. Los tesoros de la gracia, de sus méritos infinitos y de sus dones sobrenaturales fueron obsequiados a la Iglesia fundada en sus apóstoles, dándole autoridad para administrarlos y comunicándole su Espíritu para perpetuar su obra a lo largo del tiempo. Accedemos al tesoro de la gracia en el bautismo, a través de la Iglesia, cuando nuestra humanidad muere con Cristo y resucita a una vida nueva, sobrenatural, a una vida divina.
Somos hechos hijos en el hijo. No somos hijos
por naturaleza, sino por participación, por adopción. El
bautismo es un renacer, un nacer a la vida divina, la adopción
divina, la divinización y por tanto el mayor acontecimiento posible
en la historia personal. Por su Sacrificio de amor y misericordia que
no sólo restauraba el orden sino que lo recreaba,
comprándonos con su sangre para ser su familia, el hijo unigénito de Dios, por misericordia, se convirtió en el
primogénito de muchos hermanos.
La fe como realidad substancial en nuestro
ser es posible porque ha iniciado en nosotros esta transformación
radical, esta divinización que nos une a Dios Padre en el
Hijo por el Espíritu Santo. El matrimonio espiritual que
inicia en el bautismo es un don. Nadie lo merece ni lo ha merecido,
es desproporcionado absolutamente a las posibilidades humanas. Es una
gracia. Por un lado el ser conscientes de tal don, nos
obliga al agradecimiento, y por otro lado nos obliga a la misión, a la comunicación de la fe, a compartir el
don excelso de nuestra condición de Hijos de Dios con todos los
hombres.
Así,
en el orden sobrenatural, la caridad, que perfecciona la voluntad,
realiza, una unión más profunda e intensa que la que se realiza por
el amor humano, pues es eterna, espiritual y subsiste en Dios mismo, modifica la
naturaleza humana elevándola hasta la misma vida divina. La
fe como virtud se realiza en distintos grados, al igual que la
caridad, de tal modo que según el grado de virtud es el grado de
unidad, y por este motivo los grandes
santos no
sólo han sido conscientes de esa profunda unidad matrimonial
con
Dios, sino que en virtud de esta unidad han actuado y, así, en ellos
y en sus obras hemos podido ver a Dios mismo y a su bondad.
Pero el hecho de que sea una realidad teológica no quiere decir que no implique para su acrecentamiento la voluntad del hombre. Al ser el Acto de Fe un acto de la inteligencia que requiere la voluntad, la fe puede aumentar o disminuir de acuerdo a las disposiciones personales de la voluntad. El hábito aumenta en intensidad y perfección por dos motivos: una voluntad más dispuesta; una mayor comprensión de la inteligencia acerca de las verdades que profesa. Y este es el motivo por el cual, a pesar de que la Fe se recibe substancialmente en el bautismo esta puede acrecentarse o disminuirse y hemos de estar velando para mantenerla viva y acrecentarla. Del mismo modo podemos decir que la profundización sobre la fe es una condición para su crecimiento.
El segundo: El segundo bien que se realiza en el hombre, por la fe, es que por ella comienza en él la vida eterna. La vida eterna es conocer a Dios y su bondad, amarlo y saber el amor infinito que nos tiene y que tiene a toda la creación. La vida eterna es que te conozcan a tí el único Dios verdadero (Jn 17, 3) El conocimiento que tenemos de Dios, por la fe, es real y certísimo aunque imperfecto.
Pero el hecho de que sea una realidad teológica no quiere decir que no implique para su acrecentamiento la voluntad del hombre. Al ser el Acto de Fe un acto de la inteligencia que requiere la voluntad, la fe puede aumentar o disminuir de acuerdo a las disposiciones personales de la voluntad. El hábito aumenta en intensidad y perfección por dos motivos: una voluntad más dispuesta; una mayor comprensión de la inteligencia acerca de las verdades que profesa. Y este es el motivo por el cual, a pesar de que la Fe se recibe substancialmente en el bautismo esta puede acrecentarse o disminuirse y hemos de estar velando para mantenerla viva y acrecentarla. Del mismo modo podemos decir que la profundización sobre la fe es una condición para su crecimiento.
El segundo: El segundo bien que se realiza en el hombre, por la fe, es que por ella comienza en él la vida eterna. La vida eterna es conocer a Dios y su bondad, amarlo y saber el amor infinito que nos tiene y que tiene a toda la creación. La vida eterna es que te conozcan a tí el único Dios verdadero (Jn 17, 3) El conocimiento que tenemos de Dios, por la fe, es real y certísimo aunque imperfecto.
Santo Tomás hablará, entonces, de tres luces distintas en grado y en alcance. La luz natural de la razón, la lumen fidei y la lumen gloriae. La Luz de la gloria es aquella que nos capacitará, en la esperanza de la misericordia, para conocer a Dios y amarlo como él se conoce y se ama, de manera definitiva y perfecta. Es la luz de los bienaventurados. Pero la misma luz, la misma vida bienaventurada inicia aquí. Inicia por la fe y se realiza de modo real aunque imperfecto en esta vida. Aunque la fe pueda aumentar y realizarse en grados superlativos, no alcanza nunca la plenitud de la lumen gloriae en esta vida. Por este motivo en la carta a los hebreos se dice la fe es la sustancia de las realidades que se esperan. Es sustancia, es inicio y realidad del cielo en la tierra, en espera de su realización plena. ¡Que diferente sería la vida del cristiano si se diera cuenta de que vive de un modo misterioso ya en el cielo!
El
tercero: El
tercer bien es que la fe
dirige la vida presente. Santo
Tomás dice: Para
vivir bien es necesario que el hombre sepa qué cosas son necesarias
para bien vivir, y si tuviera que aprender por el estudio todas las
cosas necesarias para bien vivir, o no podría alcanzar tal cosa, o
la alcanzaría después de mucho tiempo. En cambio la fe enseña todo
lo necesario para vivir sabiamente.
Este
tercer bien que nos proporciona la fe es fundamental en el
planteamiento antropológico de Santo Tomás. El hombre no es una
criatura ni acabada, ni que obra por necesidad. En virtud de su
libertad se perfecciona a sí mismo mediante sus
actos, que
están dirigidos siempre a distintos fines
en
razón de bienes. Sin embargo, ante la inmensidad de bienes que
conoce, está indeterminado
a
elegir unos en lugar de otros. El discernimiento de lo que le
conviene, en cada caso y en la dimensión global de su elección,
como fin
último y
bien
supremo es
muy difícil y arduo. Y a pesar de estas dificultades, de
sus actos y de sus elecciones, no
sin el auxilio misterioso de la gracia,
dependerá
su bienaventuranza
eterna. Pero
la fe le enseña lo
necesario para
obrar
bien, con
sabiduría y prudencia, encaminándole
hacia
la bienaventuranza.
Por
eso, el que ha recibido la fe, como don,
ha recibido un tesoro incomparable pues en él ha recibido la
sabiduría
de Dios con
la cual puede ordenar su vida infaliblemente hacia la
bienaventuranza. De modo que podemos decir que quien ha sido
iluminado,
tiene tanto la sabiduría como el impulso de la gracia para vivir
conforme a la misma sabiduría divina y así ordenar su vida presente
en todos sus aspectos.
Esto motivará a Santo Tomás, quien tuvo sumo respeto y reverencia hacia los grandes filósofos, a decir que ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita (vetula) mediante la fe.
Esto motivará a Santo Tomás, quien tuvo sumo respeto y reverencia hacia los grandes filósofos, a decir que ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita (vetula) mediante la fe.
El
cuarto: El
cuarto bien es que por
la fe vencemos las tentaciones. Santo
Tomás enseña: Todas las tentaciones, o vienen del demonio, o vienen
del mundo o vienen de la carne.
El demonio tienta al hombre para que no obedezca a Dios ni se sujete a su dominio. Lo incita a la rebeldía, a la autonomía y a la autosuficiencia. Esto lo rechazamos por la fe. Por la fe conocemos que Dios es Señor de Todo (Dominum omnium), que todo fue creado por él y que todo se mantiene en él. Sabemos que él gobierna providentemente el mundo para que alcancemos la bienaventuranza y que ha dispuesto un orden en todas las cosas para nuestro bien. Por lo tanto se le debe obedecer con gran confianza y abandono.
El mundo nos tienta seduciéndonos con lo prospero y aterrorizándonos con lo adverso. Esto nos lleva a rechazar la voluntad de Dios en nuestras vidas que, para salvarnos, nos presenta el camino estrecho de la cruz, de la renuncia a uno mismo y del sacrificio. La fe nos hace creer en otra vida absolutamente mejor que esta. La esperanza que tiene su sustancia en la fe, y que perfecciona tanto nuestro entendimiento como nuestra voluntad y acaso nuestra imaginación, nos hace rechazar lo próspero del mundo y no temer lo adverso, de tal manera que podemos conducirnos con confianza y fidelidad a Dios aunque atravesemos áridos valles, sabiendo que él está con nosotros y nos conduce hacia fuentes tranquilas.
La carne nos tienta induciéndonos a las delectaciones momentáneas de la vida presente. Pero la fe nos muestra que por ellas, si indebidamente nos les adherimos, perdemos las delectaciones eternas. La fe, que perfecciona el entendimiento, operando junto con la caridad, que perfecciona la voluntad, hace posible que el hombre ejerza la dominación de todos los aspectos de su personalidad incluyendo los deseos naturales de su cuerpo que por efecto del pecado han quedad desordenados. La templanza, como virtud cardinal que ordena los apetitos sensibles integrando la totalidad de lo humano bajo el imperio de la razón, adquiere una dimensión más perfecta cuando se desarrolla a través de la razón iluminada por la fe en la voluntad que obra sobreponiéndose a las exigencias de la carne por la caridad.
El demonio tienta al hombre para que no obedezca a Dios ni se sujete a su dominio. Lo incita a la rebeldía, a la autonomía y a la autosuficiencia. Esto lo rechazamos por la fe. Por la fe conocemos que Dios es Señor de Todo (Dominum omnium), que todo fue creado por él y que todo se mantiene en él. Sabemos que él gobierna providentemente el mundo para que alcancemos la bienaventuranza y que ha dispuesto un orden en todas las cosas para nuestro bien. Por lo tanto se le debe obedecer con gran confianza y abandono.
El mundo nos tienta seduciéndonos con lo prospero y aterrorizándonos con lo adverso. Esto nos lleva a rechazar la voluntad de Dios en nuestras vidas que, para salvarnos, nos presenta el camino estrecho de la cruz, de la renuncia a uno mismo y del sacrificio. La fe nos hace creer en otra vida absolutamente mejor que esta. La esperanza que tiene su sustancia en la fe, y que perfecciona tanto nuestro entendimiento como nuestra voluntad y acaso nuestra imaginación, nos hace rechazar lo próspero del mundo y no temer lo adverso, de tal manera que podemos conducirnos con confianza y fidelidad a Dios aunque atravesemos áridos valles, sabiendo que él está con nosotros y nos conduce hacia fuentes tranquilas.
La carne nos tienta induciéndonos a las delectaciones momentáneas de la vida presente. Pero la fe nos muestra que por ellas, si indebidamente nos les adherimos, perdemos las delectaciones eternas. La fe, que perfecciona el entendimiento, operando junto con la caridad, que perfecciona la voluntad, hace posible que el hombre ejerza la dominación de todos los aspectos de su personalidad incluyendo los deseos naturales de su cuerpo que por efecto del pecado han quedad desordenados. La templanza, como virtud cardinal que ordena los apetitos sensibles integrando la totalidad de lo humano bajo el imperio de la razón, adquiere una dimensión más perfecta cuando se desarrolla a través de la razón iluminada por la fe en la voluntad que obra sobreponiéndose a las exigencias de la carne por la caridad.
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