CATEGORÍAS: En esta sección encontrarás las publicaciones clasificadas según su género.

martes, 23 de octubre de 2012

16. [Ph.] La belleza (III) y la epifanía del absoluto: la herida de Dios



La belleza y el  ἔρος
Platón era un hombre profundamente contemplativo y sensiblemente humano. Se dio cuenta de la existencia de una cierta polaridad entre el deseo instintivo del placer y el gusto reflexivo del bien. Para él el goce estético estaría situado en el marco del deseo instintivo del placer y, por lo tanto, sería un hecho humano de poca valía frente al gusto reflexivo del bien en donde estaría presente un goce más elevado, el de la belleza en sí misma. Esta dualidad aunque problemática a nuestra propuesta, nos permite divisar el dinamismo antropológico alrededor de la belleza. Platón  entendió que aunque hay un doble movimiento, el deseo instintivo del placer y  la elevación del gusto reflexivo del bien, ambos existen en una sola fuerza antropológica de origen divino: el ἔρος.

El ἔρος, como deseo o querer sería el impulso definitivo que o arrastraría al hombre hacia lo sensible o bien lo elevaría hacia la contemplación de lo eterno. Esta idea es fundamental para comprender la belleza y para comprender al hombre en su tensión tendencial hacia el ser y hacia el absoluto.

El ἔρος no sólo es inclinación o apetito sino que es una vis, una fuerza que está presente no sólo en ausencia del objeto como movimiento hacia sino también en su presencia, incluso en su posesión, precisamente como gozo de, aunque de distinto modo cuando se trata de gozo del ser (bien) o gozo de la contemplación del ser (belleza). Luego, entonces, el ἔρος es una fuerza que aparece en el hombre al entrar en contacto con el ser, al conocer la realidad, y que toma distintas modalidades según el tipo de relación que se establezca con los objetos que provocan su aparición.

La noción platónica de ἔρος y sus distintos tipos de aparición en la experiencia humana nos ayuda a comprender las relaciones entre lo sensible y lo inteligible, entre lo contingente y lo necesario entre el goce estético y la contemplación de la belleza en sí misma. Pero también nos ayuda a comprender la dinámica antropológica en un sentido más amplio. Y de un modo sumamente relevante en el discurso del pulchrum nos ayudará a clarificar, también, la estructura última del ser desde la que hemos planteado analíticamente el trascendental belleza.

El ἔρος: herida del ser
El  ἔρος aparece en el hombre como una fuerza apetitiva. Una fuerza apetitiva que en primer lugar podemos descubrir en la experiencia subjetiva, en la estructura de la persona humana, en la interioridad. Aparece como un movimiento que afecta al yo, a la persona en su núcleo interior y que tiene al mismo tiempo como referencia siempre el ser, o mejor dicho, algún ser en el horizonte del yo. Aquel ser puede ser el mismo ser inmanente del yo o bien, un ser trascendente al yo, o mejor dicho un ser transubjetivo o ambos pero en todo caso es siempre algún ser.


Tenemos este dato: el ἔρος se manifiesta en la vida psíquica como una fuerza de atracción o detracción, como una afectación profunda a la interioridad, al sujeto, al yo, y, aparece siempre en relación a algún ser. El ἔρος establece siempre una relación. Podemos decir que lo específico del ἔρος es que establece una relación de ordenamiento ex ipso ad alium. En este sentido, podemos hablar de ἔρος en un nivel mucho más amplio que el puramente subjetivo. Podemos hablar de ἔρος como tendencia general del ente, intrínseca, ex ipso. Esta tendencia sería, entonces, una disposición natural de un ente hacia otro que bien puede ser un ser fuera de sí o algún accidente a modo de perfección ulterior de sí e incluso hacía sí mismo como estabilidad en sí.

Esta comprensión ontológica del ἔρος estaría informando toda la realidad e impulsando su propio devenir. Schopenhauer se dio cuenta de que el dinamismo de la realidad está constantemente impulsado por una fuerza. Para él, el ἔρος estaría informando todo el devenir cósmico. Él se dio cuenta de este dato afirmándolo con vigor, aunque lamentablemente negando otros datos igualmente plausibles. Pero no es el único que lo ha reconocido. Toda la tradición platónica le da un valor importante al ἔρος, de modo particular Agustín ordena todo su pensamiento alrededor de aquella fuerza, el amor. De modo sorprendente Santo Tomás también lo asumió de la enseñanza de Agustín, con su claridad característica y su extensión comprensiva integrando el ἔρος tanto en  su metafísica general como en su antropología.
 
Aquella fuerza, el ἔρος, estaría siempre realizándose e impulsándolo todo para realizarse. El dinamismo del ser es impulsado por una fuerza, que no diremos voluntad con Schopenhauer (ni todavía amor), sino ἔρος con Platón, por una razón muy sencilla, la voluntad es, como veremos más tarde, elícita, y por lo tanto requiere conocimiento subjetivo mientras que el ἔρος de Platón bien puede entenderse como una fuerza divina en su causa primera y última, aunque inmanente en su operación, que lo mueve todo desde la estructura última de cada ser.

¿Cómo podemos entender este dinamismo del ἔρος en la estructura metafísica del ente? El ἔρος en la estructura última de cada ser se manifiesta como una tendencia que brota de su propia esencia realizada con su propio acto de ser. Una tendencia es una actividad natural, es decir un motus o una disposición al motus que brota de la esencia como principio operativo, y que tiende a un fin. El fin al que tiende, al brotar tendencialmente de la esencia, está de algún modo contenido potencialmente en la esencia. Luego, entonces, no tenemos otra forma de comprender el ἔρος que aquella visión altísima que nos ha otorgado Aristóteles: Acto y Potencia.

Cada ente tiene un estatuto estático: aquello que es hic et nunc. El estatuto estático es sumamente incompleto y parcial. Es propio del ente la duración. El ente es en el tiempo. El ente es medido por el tiempo. El ente no sólo es contingente, también es finito.  Luego, entonces, el ente tiene un estatuto dinámico: aquello que es bajo la medida de la duración. En este estatuto integramos como elemento intrínseco del ente finito el movimiento, el devenir. El devenir tiene un principio de estabilidad que es apreciable en la abstracción: esencia (y por supuesto también existencia). La esencia permanece realizada en el ente mientras aquel ente sea lo que es y conserve su modo de ser. El ser sin embargo, en cuanto a realización específica e individual de la esencia varía considerablemente en la perspectiva del estatuto dinámico del ente.

La esencia, en este sentido, se relaciona con el ser como potencia respecto a su acto. El ser se relaciona con la esencia como realización y por lo tanto perfección última, primera e incluso progresiva en el horizonte de la duración. De modo que el ἔρος establece una polaridad intrínseca a la estructura última de cada ser. El ἔρος es una fuerza que surge de la esencia, como potencia, o fuerza de realización intrínseca dirigida a un fin, τέλος. Luego, entonces, hay una relación directa entre esencia y fin. Podemos decir que en la esencia está el fin. El λόγος en su estatuto dinámico de realización, es decir, en el orden del esse, es también τέλος, y la relación entrambos está impulsada por el ἔρος. Y es que el ἔρος es tendencia de realización según un λόγος, conocido o desconocido por el ente, pero siempre bajo su principio estable de ser así que no es estático sino dinámico y por lo tanto teleológico.

De modo que el ἔρος es fuerza de realización de cada ente según su modo de ser, según su intrínseco λόγος en relación a su propio perfeccionamiento. Podríamos decir que si la esencia es potencia dinámica de realización actual el ἔρος sería por un lado aquel ordenamiento a modo de inclinación y por otro lado aquel impulso intrínseco como fuerza de realización. Así, encontramos dos notas intrínsecas del ἔρος: relacionalidad y fuerza de realización.

El ἔρος es, entonces, un principio relacional y un principio dinámico que se establece en el ente según su modo de ser. El λόγος de cada ente en cuanto realizado como potencia implica una carencia. Una carencia  relativa a su propio λόγος en el orden del ser actual,  puesto que es una carencia que está ordenada relacionalmente y dinámicamente hacia su propia superación. Este es el espacio del ἔρος. De la carencia específica a su realización concreta. Por eso, podemos decir, que el dinamismo del ἔρος sigue a una herida del ser. Esta es, desde luego, una noción metafórica pero sumamente conveniente. Sumamente conveniente porque indica dos de sus notas esenciales: su carácter intrínseco e inmanente; su ordenación a la superación. 


El carácter intrínseco e inmanente del ἔρος es más notorio en nuestro análisis si hemos dicho que pertenece a la estructura última del ente. La ordenación a la superación es la que, en este momento, queremos precisar más. La herida es una deficiencia o carencia que puede ser superada. Más aún el ente está ordenado a su superación. Se dirige hacia su propia salud, hacia su propia plenitud o realización. Pero no lo hace ni ciega ni azarosamente aunque carezca de entendimiento. Sigue un λόγος. Un λόγος, ciertamente, en gran cantidad de entes desconocido por ellos, pero no por eso inexistente. La esencia en cuanto potencia impulsa y relaciona su propia realización hacia su perfeccionamiento. Tal perfeccionamiento subsiste como posibilidad de realización en la esencia que es el λόγος del ἔρος pero se realiza en el movimiento hacia el τέλος.

Pero tal movimiento es a la vez múltiple y simple. Múltiple porque la relación de perfeccionamiento que establece el ἔρος se da con una multiplicidad de entes que aportan algo, a su perfeccionamiento. Esta relación lo perfecciona según aquel algo y según la relación con el ser de aquel algo. Este perfeccionamiento es un bien relativo, o bien un bonum secundum quid. Pero también existe un movimiento simple porque el ente se orienta hacia su realización total, que no anula su singularidad sino que la plenifica. Esta relación lo perfecciona alcanzando su bien absoluto, o bien su bonum simpliciter. El movimiento del ἔρος es siempre dual hacia el bonum secundum quid en tensión al bonum simpliciter, según el λόγος de cada ser. Pero dual no significa que sea "o lo uno, o lo otro" sino que se asocian ambos en el impulso del ἔρος, desde la esencia de cada ente. Esto lo podemos expresar también así: la realización secundum quid tiende a la realización simpliciter, del mismo modo que la relación con el ser transubjetivo impacta la realización del ser inmanente.

Y de aquí se deriva la noción trascendental de bien. El bonum no le añade nada al ser sino sólo una relación de razón que se toma principalmente de la relación con el espíritu y se puede aplicar a la totalidad de los entes. Bonum est quod omnia apetunt. El bien es un ente en cuanto apetecido. El apetito indica precisamente el dirigirse hacia algo. Appetere, petere ad, pedir algo, dice la definición nominal. Y es afortunada porque expresa lo que hemos venido diciendo: la esencia en su comprensión dinámica pide siempre que algo se dirige hacia algo que llamamos fin, y en el fin está la razón de bondad.

¿Pero no sería excesiva esta definición? La primera objeción sería la siguiente: si no es posible verificar un apetito en los seres inanimados la definición sería inapropiada. Por un lado tendríamos que decir que la objeción procede parcialmente. Pero, por otro lado, no absolutamente. La relación se toma principalmente del ser con el espíritu humano, pero al mismo tiempo podemos decir que tal razón de apetitibilidad puede encontrarse análogamente en los seres que carecen de vida a modo de simple tendencia de realización de su propio modo de ser. Si bien no se trataría de una carencia in strictu sensu porque no hay motus en el autoperfeccionamiento, si que hay un ser en sí mismo  que es lo que es. Hay estabilidad y su -αὑτός- perfección corresponde en permanecer en el ser siendo lo que es. Esto nos hace percibir la herida ya no sólo en un sentido negativo sino en un sentido eminentemente positivo. La herida no es realización desde la nada hacia lo más, sino siempre del bien al bien mayor como movimiento intrínseco. Pero en el ámbito del ente inanimado no puede haber bien mayor que su propio ser sin dejar de serlo. De modo que en aquel ente ínfimo se realiza esta fuerza como un orden de estabilidad en el ser y en el ser así. "A toda forma corresponde su inclinación propia

Y esto aunque parece irrelevante es sumamente relevante cuando intentamos comprender la estabilidad del cosmos y su devenir en el orden natural. Es verdad que existe un ἔρος en la estructura de cada ente y en relación a los demás que condiciona el dinamismo de lo real. Pero también hay que decir que la dinámica del ἔρος se aprecia más claramente en el viviente que tiene vida psíquica y de modo más pleno en el que tiene vida espiritual: el sujeto.

El ἔρος herida del sujeto
Es en el encuentro del sujeto con el ser cuando el ἔρος aparece con su fuerza más característica y con mayor claridad para nuestra comprensión. Ahora bien, esto nos abre la perspectiva ontológica a la antropológica y a la gnoseológica, incluso mostrando con sensatez las exigencias experienciales del realismo metafísico. El ἔρος no puede estar en un sujeto solipsista. El ἔρος aparece en un sujeto en relación con el ser como objeto y no sólo para mí, sino en sí. Por supuesto que es objeto para mí, pero lo es porque es antes un ente en sí que al entrar en relación con el sujeto toma la función de objeto. El ἔρος, estaría informando toda la experiencia subjetiva y el dinamismo psíquico. Por otro lado el ἔρος no surge como un movimiento ciego sino siempre como una tendencia secundum naturam, porque brota de la esencia.

Hemos hablado ya de esto aunque muy veladamente. Ahora trataremos de hacerlo más explícito. Lo haremos explicando el dato antropológico desde el metafísico. Hemos dicho que el ἔρος surge en el sujeto cuando se encuentra con el ser. Y surge a modo de impulso. Tal encuentro suscita en la vida psíquica una afectación profunda que integra todos los datos del objeto del encuentro, aunque algunos en conciencia y otros no.

Esta afectación, el ἔρος mismo, se aparece, también, como dato  a la conciencia a veces con mayor claridad que el objeto del encuentro como causa del ἔρος. Es decir, en el encuentro con el ser se presenta el ser como objeto y al ser conocido suscita el ἔρος que también puede ser presentado como objeto y ser conocido en sí mismo. Y esto se da de distintos modos y en distintos grados. Porque no todos los movimientos que se dan en el orden antropológico son específicamente conscientes sino sólo aquellos que por su naturaleza son elícitos, ya sea en el orden sensible, en el orden intelectual o en ambos. Existen una serie de funciones y actos inmanentes que auto-perfeccionan al hombre y se realizan sin la conciencia de sí ni del ἔρος específico. Sólo son conscientes aquellos que se suscitan en el encuentro con el ser a través del conocimiento sensible e intelectual. Esto no quiere decir que aquellos movimientos inconscientes sean irrelevantes a la dinámica consciente o no sean. Son presencia del ἔρος real en la dinámica antropológica sólo que en un orden menos perfecto que el del conocimiento, en el orden de las tendencias no psíquicas y que proceden inmediatamente de la naturaleza propia. 

Es precisamente el ἔρος que surge desde el conocimiento el que en la reflexión nos permite objetivarlo y conocerlo en la dinámica antropológica y ontológica. Sin embargo cuando se objetiva el ἔρος no se puede separar de su objeto en cuanto a que es aquel su causa objetiva que al entrar en contacto con la subjetividad genera su propio dinamismo. De modo que asumimos una unidad real en el encuentro entre sujeto y objeto y cualquier separación lejos de clarificar el análisis lo oscurece. Y este es un principio psicológico terapéutico. Dado que el principio superior de la estructura humana es la razón, la razón debe de integrar la totalidad de la personalidad incluyendo la actividad tendencial. Por ello ante el dinamismo afectivo que se provoca en el sujeto en el encuentro con el ser, es necesario identificar tanto la afectación (ἔρος) como su causa objetiva. Eso permite asimilar con λόγος la afectividad y la realidad que la suscita.

Si integramos algunas de las nociones metafísicas a estos hechos psicológicos podemos aumentar nuestra comprensión del hecho. En primer lugar el hombre como sujeto está en relación constante con el ser, o mejor dicho con distintos entes que son. El hombre está de este modo en relación de sujeto frente al ser transubjetivo que se constituye funcionalmente en su objeto. Pero también está en constante relación consigo, no sólo de unidad ontológica y de operación en cuanto principio sino que cada uno de sus actos incluso las relaciones que establece con otros entes, lo modifican en primer lugar a él. De este modo está en constante relación con el ser inmanente. 
Así que la apertura antropológica al ser es la condición en la que se realiza tanto la dinámica del ἔρος que lo llevan a obtener ciertas perfecciones secundum quid como la misma considerada en relación a sí mismo y a su realización plena simpliciter. Podríamos decir que el hombre experimenta aquella condición ontológica del dinamismo que implica que en su ser potencial, en su esencia hay una dirección de realización hacia la plenitud de su ser. Y lo experimenta en su doble sentido apetitivo, el que sigue al conocimiento y el que sigue a la esencia como principio operativo.
El que sigue a la esencia como principio operativo es llamado apetito natural, el que sigue a la forma aprehendida es llamado apetito elícito y en este segundo se integraría la totalidad de las tendencias psíquica siendo semejantes a la primera en cuanto a que proceden de la naturaleza psíquica pero a través de un acto de conocimiento que presente al sujeto de modo intencional, el objeto de la tendencia. Ambas siguen a la esencia, una a la esencia del ente en la que se suscita y la otra a la esencia del objeto que se presenta al sujeto, según la esencia del sujeto y su modo de ser porque lo contenido está en el continente según el modo de ser del continente.

“ El apetito natural es la tendencia que sigue una forma natural; el apetito elícito es una tendencia que sigue a una forma aprehendida”

Ahora bien, las tendencias psíquicas siguen a un acto de conocimiento. A cada acto de conocimiento le sigue una tendencia adecuada. Las tendencias sensibles (apetito sensible) orientan al sujeto hacia el objeto presentado por el conocimiento sensible. Las tendencias intelectuales (voliciones) dirigen al sujeto hacia el objeto presentado por el conocimiento intelectual.

Hay que decir, que en el hombre, las tendencias no son naturalmente puras, sino que se ven afectadas por la experiencia y la experiencia siempre se realiza en una determinada cultura. La tendencia se modifica por los actos de la experiencia. Se le añade algo. Este añadido inhiere en la misma tendencia como disposición operativa y le podemos llamar hábito. Las tendencias innatas, aquellas que no dependen de la experiencia y por lo tanto son ajenas, in principio a la cultura, pueden ser llamadas también instintos. Pero el instinto nunca aparece en estado innato, porque siempre aparece asociado a la experiencia vivida y por lo tanto a las tendencias aprendidas o adquiridas. Las tendencias aprendidas se instalan sobre las primeras y dependen del ejercicio, de la educación, en fin de la vida misma.

El instinto es una tendencia innata específica, porque surge de la especie, y en el caso del hombre se puede afirmar tanto en sentido biológico como en sentido ontológico. Surge del propio modo de ser, teniendo en sí mismo una finalidad objetiva que se funda en la esencia y que se dirige hacia su realización. A pesar de tener una finalidad específica tiene un modo de aparecer variable. Además es una tendencia compleja porque aparte de los impulsos sensibles interviene el conocimiento en general y circunstancial junto con las apreciaciones valorativas y afectivas. En este nivel convivirían los impulsos más básicos como son el de la preservación de la propia vida y el de la preservación de la especie, pero ambos bajo la misma noción de ἔρος en cuanto a tendencias.

De modo que en el hombre hay un ἔρος a modo de apetito natural, un ἔρος a modo de tendencias innatas, un ἔρος a modo de tendencias adquiridas, un ἔρος a modo de apetito elícito sensible y finalmente un ἔρος a modo de apetito elícito intelectual. Y esto por hacer un análisis porque en realidad podemos decir que en el hombre se despliega una sola fuerza de realización que en cada uno de su niveles tiene un orden específico. Y si en cada nivel se hayan bajo un orden específico también lo hace en la unidad ontológica, puesto que tanto el instinto del hombre como sus apetitos sensibles  se haya bajo la regla de la razón según el apetito superior: la voluntad en un dominio político que requiere la adquisición de hábitos que ordenen las tendencias. Pero aunque tal ordenamiento se siga de la constitución ontológica no se sigue de facto en la vida psíquica de cada hombre sino que requiere un proceso de educación y de promoción de su propia humanidad en la virtud.

Los hábitos, entonces, se adhieren a la dinámica natural del ἔρος promoviendo la acción propia como impulso, de modo que son tanto tendencia operativa en cuanto capacidad como tendencia operativa en cuanto a orientación vigorosa. Y los hábitos modifican realmente el ser, en este caso de la persona. Lo modifican no en el orden de su esencia sino en el orden de la realización concreta de la esencia. Y esto no es en demerito de su propia especificidad sino todo lo contrario, realizan de modo único en la concreción de la singularidad de la persona que es el ámbito más real y más digno de la metafísica de la persona humana. Por eso es afortunada la comprensión del hábito como segunda naturaleza en cuanto a principio operativo único que brota de la singularidad del ser personal. Pero también puede ser desafortunada porque es claro que se sitúa en el orden del ser que es la realización de la esencia en la personalidad que es mucho más que la esencia a pesar de su carácter real en el singular.

El hábito puede abarcar todas las potencias. Es un perfeccionamiento en la potencia activa y hemos dicho que el ámbito ontológico último del ἔρος es precisamente la potencia, ordenada al acto, a la realización, a la perfección.  Y este orden está implícito en el dinamismo intrínseco del ente. En cada apetito y según cada acto se generan hábitos. En la dinámica subjetiva humana los apetitos y sus actos generan modificaciones psíquicas y afectivas que facilitan o dificultan los actos: tendencias adquiridas. Los mismos hábitos pueden seguir la estructura antropológica y constituirse conforme a la razón y conforme a la naturaleza del hombre o no y de aquí viene la distinción clásica: virtud o vicio. Pero independentientemente de la regla moral, por ahora, lo que nos interesa es comprender su dinamismo adquirido, en el orden del ἔρος, que inhiere en la naturaleza, en las tendencias innatas y que es obra de la propia voluntad como actos de autodeterminación.

Lo que si parece conveniente, al menos señalar, es que el doble movimiento con el que hemos iniciado el discurso se puede comprender mejor en este nivel: la perspectiva platónica de la polaridad antropológica entre el deseo instintivo del placer y el gusto reflexivo del bien. Tratemos de clarificarlo.
En primer lugar, hay que decir que ambos movimientos que se suscitan en el hombre con vigor son hechos psíquicos, y elícitos. Siguen el conocimiento de su objeto como impulso ἔρος hacia él. El movimiento que provoca el conocimiento sensible sigue un orden apetitivo sensible suscitando en el sujeto y en su vida psíquica pasiones y afectos con gran intensidad. Puede variar en intensidad si la imagen sensible procede de la presencia del objeto o de la memoria, pero en ambos casos sigue el orden apetitivo sensible y lo altera de distintos modos a través de distintas pasiones y afectos según el ser y la esencia del objeto conocido y la relación que se establezca con él. Y su nota caraterística es que se establece una relación con el ente corpóreo el cual suscita la afectación subjetiva desde su singularidad y hacia su misma concreción.

El movimiento que provoca el conocimiento intelectual sigue un orden apetitivo intelectual que suscita en el sujeto y en su vida psíquica también pasiones y afectos en su propio orden aunque quizá con menor intensidad pero no por ello menos vivo.  La intensidad en este nivel, parece asociada a la sensación, aunque también se puede aplicar análogamente a la intelección. Lo importante, en todo caso, es decir que la intensidad de la afectación que suscita la presencia del objeto sensible y la presencia del objeto intelectual en el acto elícito es distinta, una parece ser más violenta aunque más fugaz y la otra menos violenta y más permanente. En este sentido el apetito elícito intelectual no es un apetito que se suscite desde el sentir, con su intensidad propia como el sentir del conocimiento sensible que suscita el concupisible y el irascible, sino que se suscita desde el conocer intelectual, con su menor violencia pero no por ello con nula atracción vital, sino con una vitalidad espiritual, menos dependiente de la sensación en sí.

Y aquí debemos corregir un error común. La afectividad y las pasiones no son el sentir en si mismo como tampoco el conocer, aunque la primera confusión se da con mayor frecuencia. Digámoslo así: el sentir, el percibir, el conocer sensiblemente suscita el apetito ἔρος como una fuerza de atracción o detracción desde -ex- y hacia -ad- el objeto conocido o percibido. Luego, entonces, el apetito ἔρος no es el sentir en sí mismo lo que corresponde a la potencia sensitiva o cognoscitiva sensible sino el movimiento que suscita tal acto cognoscente en la vida psíquica del sujeto. Ciertamente no se puede separar el acto cognoscitivo de su correspondiente ἔρος en la dinámica subjetiva. Y en el ámbito del conocimiento sensible, ni siquiera se resuelve en el ámbito de la cogitativa porque esta opera en el orden intelectual, en cuanto a que juzga a-temáticamente- la presencia del objeto en relación al sujeto en cuanto a su conveniencia o disconveniencia. Por supuesto que de esta percepción surgirá el movimiento vigoroso del ἔρος, pero no se identifican uno con el otro.

El así llamado corazón, no es ni la potencia de sentir, ni la potencia de ser afectado como un añadido o una operación más, sino el mismo ser personal que al ser tocado en el conocimiento del ser es promovido con vigor ἔρος, pero tal promoción no se hace moción necesaria en sentido absoluto sino que su presencia es siempre una alternativa frente a las demás, es una promoción que se ofrece a un principio de novedad cósmica, de singularidad excepcional e indescifrable. Por eso la doctrina clásica puede llamar corazón a la voluntad, no sólo como apetito intelectual sin más, sino como apetito intelectivo que resume sobre sí la dinámica apetitiva del conocimiento sensible, más aún que resume sobre sí toda la dinámica subjetiva de respuesta personal en el encuentro con el ser. El corazón así entendido es el núcleo de la interioridad en donde se encuentra la persona en su singularidad vivida con el ser y desde donde se origina su respuesta, respuesta que no depende de necesidad alguna sino de su misma moción en cuanto a principio intrínseco de autodeterminación.

Digámoslo así: el apetito intelectual no es un acto con el vigor ἔρος característico referido a un objeto conocido intelectualmente y por lo tanto universalmente sino la misma apertura o potencia a ser alcanzada por los objetos intelectuales y ser movida por ella en su misma condición personal. Como potencia siempre está ordenada a su acto, o a sus actos, y en este caso el movimiento vigoroso ἔρος se da de distintos modos estableciendo relaciones diversas con los objetos conocidos: gozo, posesión, deseo, etc. Pero aunque está naturalmente ordenada al ser en razón de fin o bajo la razón de perfectivo no lo está a ninguno en concreto ni a su aspecto corpóreo sensible ni a su aspecto intelectivo.

Así que la afectación que sufre como una serie de impulsos en el encuentro con el ser hace que la voluntad se incline más a ceder a algunos impulsos que a otros, de acuerdo entre otras cosas al conocimiento mismo que las promueve. Y en este nivel aunque el conocimiento sensible sea más intenso y por lo tanto el impulso se presente con mayor violencia, el conocimiento intelectual es más claro y su impulso se presenta con menos fugacidad desde la verdad que aporta sobre sí y sobre el conocimiento sensible en sí mismo.

Por lo tanto un primer elemento rector es el conocimiento verdadero y esto en varios sentidos. El primero: sólo en el conocimiento verdadero de la realidad y de los distintos entes que afectan la subjetividad en su encuentro se puede realmente discernir cuál de ellos será el mejor objetivamente. El segundo: sólo en el discernimiento objetivo realizado por la inteligencia sobre sus mismos objetos en cuanto conocidos intelectualmente y sobre el mismo ser conocido sensiblemente con sus afectaciones características puede darse una elección real. Sólo se puede establecer una dinámica electiva real cuando está soportada en la verdad y no en la apariencia o en el engaño. Es decir, el primer paso necesario es conocer el ordo amoris, el orden del amor que se funda en el conocimiento adecuado de la persona, de su dignidad y de sus relaciones posibles con el ser.

Pero no es suficiente para regular la vida apetitiva y afectiva conocer adecuadamente sus objetos y sus afectaciones específicas. No basta con conocer el ordo, el λόγος del ἔρος, que fundamente verdaderamente la elección. Hay que elegir. La elección es real  y no es mecánica ni sigue necesariamente el ordo amoris en cuanto conocido. Primero hay que conocer la verdad y el orden de los amores, el λόγος del ἔρος fundado en la dignidad de la persona y en el conocimiento adecuado de la realidad, y después hay que elegirlo. Y aquí nos encontramos con una cuestión radical porque va a la raíz del hecho moral. No sólo hay que conocer el ordo amoris, hay que amarlo, y amándolo hay que amar según su λόγος. Es decir que la virtud está en amar el orden del amor, o mejor aún, como dice el maestro de Hipona está en el orden del amor.

En el encuentro con el ser cada ente que afecta tendencialmente al sujeto lo afecta en cuanto a objeto y por tanto en cuanto conocido, y en esta relación lo hace en cuanto a una asimilación funcional recíproca con el sujeto  en donde se presenta el ente como un cierto fin de la misma apetibilidad subjetiva que suscita. De modo que el ἔρος, el amor en general sigue siempre la razón de fin, bajo la categoría general de apetibilidad. Así, cuando un mal moral objetivo es deseado por un sujeto lo es en razón de fin, bajo la categoría de apetitibilidad y por tanto en razón de aparente perfectibilidad (o de perfectibilidad secundum quid, desvinculada de la perfectibilidad simpliciter). El mal es querido “sub specie boni”. Y esto puede suceder por dos motivos: por el desconocimiento de la conveniencia real, del ordo amoris, o por elección directa de un amor desordenado. Pero, como hemos intentado señalar, la elección de un bien siempre se da en relación a una multitud de bienes que afectan al sujeto y que se presentan frente a él como fines posibles bajo la razón de apetitibilidad. Y esto en los niveles sensibles e intelectivos en la unidad subjetiva de la experiencia psíquica.

Por eso podemos decir que el proceso de la volición consiste en una auténtica autodeterminación frente al ser en los distintos entes que se presentan suscitando ἔρος y en una auténtica determinación de elegir preferentemente unos bienes respecto otros. Así el primer paso es el conocimiento intelectual de los bienes que suscitan las afectaciones tanto intelectivas como sensibles. El segundo paso es la deliberación en donde la inteligencia trata de descubrir el λόγος de la disyuntiva afectiva en la afectación del  ἔρος de acuerdo a un orden objetivo. El tercer paso es la elección que no necesariamente sigue el ordo amoris que ha deliberado, pero que sin duda lo toma en cuenta. La deliberación sigue los primeros principios en el orden práctico que lo orientan a hacer el bien y evitar el mal, o, bien dicho también, a elegir el mejor bien y evitar el menor, desde el conocimiento intelectual de los objetos que se le presentan como fines en el orden de la acción, de acuerdo a su conveniencia o disconveniencia con su propia subjetividad y con el conocimiento general que tiene de su propio ser y dignidad.

Es decir que durante la deliberación el sujeto trata de encontrar un cierto νόμος que siga la naturaleza del hombre y el contenido esencial de sus objetos y esto lo hace a través de su razón orientada a la πρᾶξις. Tal iluminación se presenta actualmente a la inteligencia en el proceso de la deliberación con todos sus contenidos específicos junto con el impulso propio y natural de elegir el bien mayor con carácter imperativo. He aquí la aparición del deber a la conciencia moral que no aparece jamás formalmente sin materia alguna como pensaría Kant. El deber es siempre deber respecto a algo y respecto a alguien, y no es deber si no sigue el conocimiento del ser, y es un falso deber, aunque se presente con su fuerza característica, si no sigue la verdad sobre el ser aunque siga su razón de bien.

Después de la deliberación surge de la misma interioridad la determinación. Tal determinación tiene como origen eficiente el ser personal como principio intrínseco de movimiento contingente que decide seguir, en medio de las opciones conocidas, una frente a la otra, que no necesariamente es ni la mejor ni tampoco aquella cuya intensidad en el orden subjetivo del ἔρος sea la mayor. De hecho hemos dicho que usualmente los apetitos de la sensibilidad se presentan con mayor violencia que los mismos objetos intelectuales y no siempre se elige en favor de estos, del mismo modo que no siempre se elige en favor de los bienes espirituales mejores. Este es el paso de la elección que se da en la interioridad y es la primera determinación aunque no la única. Lo elegido puede ser ejecutado exteriormente, de modo que en la ejecución el acto inmanente se hace trascendente y se comunica haciéndose visible.

Y esto es sumamente importante porque la dinámica del ἔρος en el sujeto humano está bajo el signo de la libertad y no sólo del impulso. El hombre no sólo tiene una potencialidad que implica una apertura al ser en la que realiza su propia perfección deacuerdo a su finalidad específica, sino que tal apertura es una oferta a sí mismo dejando a sí mismo, a modo de principio intrínseco, su propia acción por la que desarrolla su personalidad y auto-determina el ejercicio actual de tal perfeccionamiento.

La herida del ser que está asociada a la potencia en general en la naturaleza humana sigue el camino no de la necesidad que brota de la esencia, sino de la necesaria contingencia de autodeterminación que brota de la misma esencia como condición libérrima de elección. Pero tal dinámica electiva se realiza en el encuentro con el ser según el νόμος que surge desde su misma naturaleza y que se le presenta a la conciencia en el discernimiento prudencial como una oferta que ha de realizarse aunque bien puede rechazarse. Mientras que en los entes que carecen de libertad el νόμος κόσμου se sigue necesariamente, en el sujeto libre el ordo amoris, la verdad normativa sobre su ser, se sigue libremente siendo esta la razón de la responsabilidad, de la imputación, pero también de la autenticidad.

De modo que la herida del ser en el sujeto subsiste en la estructura de la persona humana que en su interioridad se determina a sí misma en sí y en sus relaciones con el ser desde la base de su esencia. Estas relaciones con el ser sub ratione finis son diversas en su concreción en cada caso pero también pueden tener una razón común de apetitibilidad y esto es lo que nos permite hablar de grados o tipos de ἔρος en la dinámica subjetiva humana.

En primer lugar en el encuentro con el ser, puede ser el ser sensible el que afecte la misma corporeidad subjetiva estableciéndose frente a él como un fin o como bien relativo a su sensibilidad. Y esta relación en su aspecto subjetivo suscita el amor concupiscible mientras que en su aspecto objetivo funcional el ente aparece como bien deleitable. También es posible que se establezca una relación sensible no sólo en razón de la delectabilidad sino también de las condiciones subjetivas de posibilidad de asequibilidad. Y esta relación en su aspecto subjetivo suscita el amor irascible mientras que en su aspecto objetivo funcional el ente aparece como bien arduo ya sea de obtener o de evitar.

Y estas dos razones de bondad, aunque parecen pertenecer más al orden apetitivo sensible también aparecen en el orden apetitivo intelectivo puesto que del conocimiento intelectual de un objeto puede aparecer el mismo en razón de fin como objeto deleitable, como deleitable es el conocimiento o la virtud, o como objeto arduo como ardua es la ciencia o la sabiduría. Y en este caso tenemos bajo el aspecto subjetivo la aparición de un amor concupiscible relativo a un objeto intelectual y la aparición de un amor irascible relativo a un objeto intelectual, y bajo el aspecto subjetivo  el ente conocido intelectualmente aparece en su aspecto objetivo funcional bajo la razón de apetitibilidad concupiscible e irascible según cada caso.

Además de estas específicas relaciones con el ser bajo sus razones de bondad existen otras posibles. Puede ser que el sujeto se relacione con un ente en cuanto a fin de su apetito no por lo que en sí mismo funcionalmente pueda aportarle en razón de perfectibilidad sino por razón de que aquel mismo ente querido sea útil para obtener otro ente querido ulteriormente en razón de este como fin. De modo que se establece una relación subjetiva con un ente como fin en razón de que permite la realización de otro fin, siendo, entonces, el ente asumido apetitivamente como fin inmediato y como bien mediante para la consecución de un bien que le da a este mismo su razón de apetitibilidad. Así aparece un amor relativo al bien consecutivo que se quiere alcanzar a través de este. En su aspecto objetivo el ente aparece como bien útil, y en su aspecto subjetivo como amor instrumental, ordenado al amor del ente final que promueve la mediación y la determina.

En último caso en las relaciones con el ser puede aparecer un amor que no sea suscitado ni por el deleite que proporcione al sujeto, ya sea sensible o intelectual, ni tampoco por su dificultad de asequibilidad, ni tampoco por su utilidad en la obtención de otros bienes sino que sea suscitado por sí mismo y como fin de la acción. En su aspecto subjetivo aparece un amor honesto que no tiene otra motivación que la dignidad del objeto de ser amado por sí mismo, mientras que bajo su aspecto objetivo el ser aparece bajo la razón de bien honesto. Aunque podemos distinguir las razones de apetitibilidad también debemos decir que en la experiencia humana aparecen conjuntamente unos y otros efectos y afectos.

Por ejemplo. Yo puedo amar la justicia por sí misma, por su dignidad intrínseca que hace que sea un fin en sí misma para mí. Pero también puedo amarla útilmente porque me permite desarrollar una vida ordenada y de buena presencia. Y también puedo amarla porque suscita en mí la satisfacción del deber cumplido. Y de hecho suceden los efectos mencionados aunque la elección sea en razón de la justicia en sí misma. Esto es relevante porque en el segundo caso no se ama la justicia en sí misma, en realidad se ama la vida ordenada y la buena presencia o en el tercer caso se ama la satisfacción. De modo que el amor honesto, en este caso, como en otros debe asumir la dinámica efectiva y afectiva de realización en la relación subjetiva.

Si no hacemos estas necesarias distinciones podríamos comprender la dinámica ética bajo una perspectiva relativa al placer, a la satisfacción, a modo de moral condicional o eudemonista como diría Kant. Pero lejos está el ordo amoris de Agustín en la sistemática de Tomás, de ser asumido de este modo, puesto que el bien ha de ser amado por sí mismo independientemente de que subjetivamente despliegue la felicidad. Por el otro lado, sería un error también desvincular el aspecto objetivo de apetitibilidad en la bondad y el aspecto subjetivo tanto en el orden del movimiento que puede ser honesto como en el orden del efecto que puede suscitar los afectos deleitables y mediar la consecución de otros bienes. En Santo Tomás hay un equilibro muy fino entre el orden ontológico y el orden subjetivo relacional. Digámoslo así, el hombre feliz no es principalmente el amante de la felicidad sino el amante del bien quien subjetivamente realiza su felicidad en el amor del bien.

Así pues, la herida del ser en el sujeto es sumamente amplia tan amplia como amplio es el horizonte del ser con el que puede encontrarse. El encuentro con el ser provoca en él un auténtico  πάθος, un padecimiento del ser en cuanto el ser mismo lo impacta con sus propias perfecciones, en relación de sus potencialidades específicas. Pero tal πάθος de la herida del ser tiene la medida del ente que lo provoque. Y sabemos también que la primera condición del amor es la semejanza. Por eso aunque todo ente impacte o pueda impactar al sujeto a través de la suscitación del ἔρος propio que hiere a modo de un cierto πάθος la subjetividad, es en el encuentro personal cuando este se realiza de modo principal y primordial. Porque mientras que en el encuentro con el ente el impacto se da en razón de una semejanza secundum quid (el ser, el bien sensible, etc) en el encuentro personal se da una semejanza simpliciter (total, absoluta, en el orden del ser personal y que por supuesto no anula la alteridad sino que la iimplica) que hace del amor suscitado un amor que afecte la totalidad de la persona, su mismo corazón en todas sus dimensiones. En el encuentro personal se suscita por la semejanza un amor que puede implicar a toda la persona, cuando es capaz de reconocer la semejanza y la dignidad esencial del otro: el amor benevolente.

Las dos heridas de Tomás
Santo Tomás habla de dos heridas en la naturaleza humana: la de la belleza y la del bien. O más bien, según lo que hemos expuesto expone que el ser hiere al hombre de dos modos. Se podría hablar análogamente de una herida de la verdad, en cuanto a que el hombre por naturaleza tiende a conocer la verdad pero no sería del todo preciso puesto que aunque el hombre por naturaleza tiene la potencialidad de la verdad como apertura e inclinación lo hace en cuanto a que la verdad en sí misma es un bien para el hombre, perfecciona su entendimiento en razón de fin. Veamos un párrafo que ya hemos analizado anteriormente, ahora bajo esta perspectiva:

Ad primum ergo dicendum quod pulchrum et bonum in subiecto sunt idem, quia super eandem rem fundantur, scilicet super formam; et propter hoc bonum laudatur ut pulchrum. Sed ratione differunt. Nam bonum proprie repicit appetitum; est enim bonum quod omnia appetunt. Et ideo habet rationem finis; nam appetitus est quasi quidam motus ad rem. Pulchrum autem respicit vim cognoscitivam: pulchra enim dicuntur quae visa placent. Pulchrum est idem bonum sola ratione differens. Cum enim bonum sit quod omnia appetunt, de ratione boni est quod in eius quietetur appetitus: sed ad rationem pulchri pertinet quod in eius aspectu seu cognitione quietetur appetitus. [28442] Iª q. 5 a. 4 ad 1 
Mientras que el bien del que hemos hablado ampliamente hiere el apetito, repicit appetitum, la belleza conduce y se dirige, respicit, no hacia el apetito en sí mismo sino a la fuerza cognoscitiva en la vía del "mirar". Y esto no nos ha de hacer pensar que la belleza no caiga bajo la razón de herida que Santo Tomás utiliza principaliter para el bien sino que cae bajo la razón de herida de un modo diferente: está dirigida no al ser de lo apetecido en cuanto a que aquiete el apetito, sino a que el mismo apetito herido se aquieta en la contemplación y en el conocimiento (in eius aspectu seu cognitione) de su objeto.

La herida del sujeto, entonces tiene una doble polaridad, la de tender hacia el ente en sí mismo y la de tender hacia la contemplación del ente. Y aquí podríamos hacer una reflexión análoga a la que hemos hecho en razón del bien. La contemplación del ser en cuanto bello produce en el sujeto un efecto deleitable. Y esto cae bajo la famosa definición descriptiva de Tomás: pulchra enim dicuntur quae visa placent. Y lo hace en medio de una relación semejante a la que hemos señalado. El sujeto frente a su objeto es movido a conocerlo y contemplarlo y cuando lo contempla se complace en su contemplación, mientras que el objeto funciona respecto al sujeto como bello en cuanto a que por su misma realidad es capaz de suscitar en la contemplación la complacencia.

Pero lo bello tiene tal dignidad en el orden del ser que podría ser amado en sí mismo sin necesidad de la conmoción subjetiva que provoca, aunque esto no suceda de hecho regularmente, porque lo bello tiene tal presencia que aunque sea amado en cuanto bello por su misma belleza, su misma belleza se desborda esplendorosamente afectando la subjetividad.

De hecho podríamos hacer un análisis de la misma dignidad o excelencia de algún ente bello, análisis en el orden científico y de sus razones de belleza predicamental en su concreción, de su integridad, de su proporción, de su armonía, de su técnica (en el caso del objeto artístico), etc y reconocerlo como bello en el orden discursivo sin llegar a la contemplación. Y así aparecería en sus razones de amabilidad en el orden de la belleza y de tal conocimiento podría seguirse un aumento en la intensidad de la experiencia complaciente del objeto precisamente porque amplia la visio, como movimiento intelectivo, aunque en el momento en el que se haga el análisis no se tenga estrictamente lo que comúnmente llamamos experiencia estética (contemplativa, no en el sentido reductivo sensible). Y con esto decimos que la relación intelectiva con el objeto bello no es la discursiva sino la contemplativa, y que la contemplativa se dirige hacia el esplendor del ser en sí mismo y tiene como efecto la delectación.

El amor es de lo semejante
Podemos decir, según lo que hemos expuesto que la relación subjetiva con la belleza aparece bajo la forma del amor. Pero no del amor que tiende hacia su objeto sin más sino del amor que tiende a la contemplación de su objeto. Esta comprensión de la belleza bajo el signo del amor nos permite comprender algunos datos más. En primer lugar que el espíritu humano tiende a la contemplación del ser a través de un amor específico: el amor de la belleza, o del ser en cuanto bello. En segundo lugar que tal amor tiene un aspecto objetivo en el ente que lo suscita y un aspecto subjetivo en la persona en la que se realiza y en ambos hay una semejanza. El alma tiende con amor a la belleza, porque el alma misma es bella. Y parece ser esta intuición es una de las más importantes y también de las menos desarrollada: la belleza es un asunto del amor. Pero no del amor en el mismo sentido que el bien sino del amor que tiende a contemplar, del amor que busca el esplendor de la verdad. Y siendo la belleza un asunto del amor su principal instancia es el corazón. El corazón que contempla. O mejor dicho la persona que tiende amorosamente a la contemplación de la verdad.

Y estas intuiciones no son el fin del camino sino su primer paso. Porque así como el hombre al amar los distintos bienes ama también el bien en sí mismo, y en cierto sentido está abierto hacia el Bien infinito, así como el hombre al conocer distintas verdades ama también la verdad en sí misma, y en cierto sentido está abierto hacia la Verdad primera, así también el amor a las cosas bellas en su contemplación es un amor a la Belleza en sí misma orientada hacia su contemplación.
  
La belleza  y la epifanía del absoluto: el hombre místico
El amor a la belleza y la contemplación de lo bello manifiesta una apertura a la belleza en sí. Así como el encuentro con el ser se da en distintos entes pero bajo el horizonte del ser en general, del mismo modo el encuentro amoroso con lo bello en su contemplación se da bajo el horizonte de la belleza en general. El ente bello es siempre la ocasión de la ascensión metafísica a la belleza en sí. La experiencia de la belleza en sí es posible desde las experiencias concretas de la belleza del ente finito. Y tal ascensión sigue el mismo camino del amor, y de la contemplación. Si experimentamos la herida del ser como una herida que nos mueve al amor que nos realiza pero tal realización en el orden de experiencia del ente finito es siempre secundum quid y no es capaz de realizar simpliciter la totalidad de las aspiraciones humanas, entonces la dinámica del amor que surge de la herida de lo bello no tiene solución posible, a menos que sea posible ascender desde los entes finitos al Ser Eterno que sea en sí mismo toda la riqueza del ser en el orden de lo bello (y en todos los demás), y que sea, por tanto, la Belleza en sí misma y la fuente de toda la belleza.


La belleza: herida de Dios
 Cuando ascendemos, por la vía metafísica, del encuentro con el ente finito al ser eterno, tenemos vías válidas de predicación y por lo tanto de preparación o disposición hacia la contemplación que son todas las perfecciones del ente finito y de los entes finitos que sean ocasión de nuestra ascensión metafísica. Pero nos encontramos también con algunas limitaciones graves. En primer lugar estas vías de contemplación y de limitación son siempre secundum quid, y ascienden cada una por su propio camino que es distinto a una realidad única y que subsiste en absoluta simplicidad: el Ipsum esse subsistens. De modo que mientras que el ascenso se da en diversidad el fin del ascenso es absolutamente simple: la Deidad.  

Además, mientras que la vía de ascenso implica necesariamente la limitación propia del ente finito, el fin del ascenso es ilimitado y absoluto en perfección. Así que, por un lado, el ascenso después de elevarse  positivamente, katafáticamente, debe de dar el paso de la negación apofáticamente, negando de lo que se ha afirmado lo que tiene de limitación y de finitud. Así, la ascensión es luminosa, desde la luz de los entes finitos y oscura hasta la ceguera que produce el esplendor de la luz sobreabundante propia de la infinitud y de la ilimitación. En el ente finito en su belleza se manifiesta la belleza absoluta del Ser Subsistente y Eterno, pero al mismo tiempo se manifiesta la desproporción. Mientras que luminosamente afirmamos la semejanza con cierta oscuridad tenemos que reconocer que es mayor la des-semejanza. Mientras que ascendemos por vías diversas tenemos que aceptar la simplicidad. Pero ninguna de estas notas es perjudicial a la contemplación y al amor que la sigue en el orden de la belleza sino que más bien le da su estatuto propio. El discurso λόγος ha de cesar por que fragmenta y ceder su dinámica espiritual a la contemplación en sí -νοῦς- de la Deidad que lo supera y lo trasciende todo pero que al mismo tiempo es la fuente de la belleza y la Belleza en sí misma. A menos que tuviéramos una Palabra adecuada, un λόγος que lo dijera todo y en absoluta simplicidad. 

Este último paso de la ascensión metafísica es el paso místico aunque en un sentido totalmente diverso al de la mística unitiva que se da en la vida cristiana. La ascensión metafísica tiene como último paso la contemplación del misterio absoluto, y tal contemplación es aunque descriptible en sus condiciones, incomunicable en sus contenidos que superan los verbos que se fundan en las experiencias del ente finito. Y por eso le llamamos mística. Pero aquí la herida parece hacerse más dolorosa, porque mientras resume en sí misma la misma razón de la herida de lo bello que asciende por el amor a la belleza de los entes finitos en su belleza contingente al Ser Eterno en su belleza necesaria e ilimitada, también hace reconocer tanto la des-semejanza de la Belleza en sí con el mismo sujeto como su misma desproporción. La ascensión reconoce el limite de la naturaleza humana y de sus posibilidades. En el vértice aparece un anhelo en donde las mismas luces alcanzadas se oscurecen. El anhelo es de semejanza y de proporción. Pero no es posible ascender más. El anhelo entonces se diversifica, no sólo es un anhelo de desiderium naturale videndi Deum en el amor de contemplación a la belleza infinita de Dios, se vuelve un anhelo de ser elevado o mejor aún, de que aquella belleza infinita me alcance, y si la naturaleza no permite mayor ascensión la única posibilidad es su descenso. El desiderium es no sólo la aspiración absoluta que brota de la apertura total del sujeto en su ascensión definitiva sino la aspiración misma de que el absoluto descienda al horizonte del ente finito.

Y esto nos permite decir que la herida del hombre no sólo es la herida del ser que lo mueve a amar en el horizonte del ser finito sino que es la herida del ser eterno que en su apertura esencial sólo puede sanar en el amor de comunión y de contemplación con el ser eterno. La apertura subjetiva al ser, a la verdad, al bien, a la belleza, es una auténtica vocación que se funda en la herida misma que suscita el amor a la realización plena de la subjetividad en la comunión con Dios. Pero aquí se suscita un drama, porque mientras que aparece la vocación en el orden natural, su realización trasciende el orden natural. Su realización es un don. Un anhelo, un desiderium en el orden natural, una gracia en el orden de realización que implica necesariamente la divinización del sujeto: el descenso divino que eleve al sujeto a la semejanza real y efectiva con su propio ser. Entonces la belleza adquiere nuevas proporciones y dimensiones pero conserva su estatuto. Sigue siendo en el orden del sujeto un amor ordenado a la contemplación. San Agustín experimentó este camino como pocos lo han hecho y por eso todo su pensamiento, en verdad que puede caber en esta frase: "Fecisti nos, Domine, ad Te, et inquietum est cor nostrum, donec requiescat in Te"  Ahí aparece en el orden subjetivo la herida última del hombre, la herida de Dios, el amor primero del hombre en el ordo amoris, el amor a Dios, y el fin último del hombre, la contemplación en comunión profunda de Dios.

lunes, 24 de septiembre de 2012

15. [Ph.] La belleza (II) y la epifanía de la persona


Habiendo reflexionado sobre la belleza en sí y sobre los criterios formales de la belleza ahora reflexionaremos sobre la relación que establece el hombre con lo bello. En primer lugar hablaremos de la belleza estética. Frente a la belleza estética el hombre, testigo de lo bello,  puede ser contemplativo, creador,  o indiferente. 

La belleza estética: el hombre contemplativo
El hombre contemplativo, en este nivel, es el que alcanza a percibir la altura de la belleza estética y conmovido por ella se regocija constantemente de cada momento vital que se le presenta con claridad y fuerza estética. Bien puede gozar de la belleza de un atardecer o del canto de los pájaros. Algunas personas parecen estar mejor dispuestas para este tipo de vida contemplativa ya sea por disposiciones naturales o bien, por una cierta educación que les ha abierto los ojos. El icono de este hombre será el hermano Francisco. Pero hay que decir que el que contempla la belleza estética no sólo se regocija en el dato bruto de la sensación, sino que como hemos señalado anteriormente, tanto sus ojos como sus oídos están llenos de espíritu y por tanto, el regocijo está asociado a las razones formales de belleza que se donan en los datos brutos de la sensación.

La belleza estética: el genio creador
El hombre creador, es el que no sólo ha contemplado la realidad bella, sino que herido por ella desea perpetuar la belleza en su propia existencia. De modo que contemplando la actualidad en la que los criterios formales de la belleza se cumplen desde el λόγος του κόσμου, se esfuerza por repetir y experimentar todas las posibilidades de expresión que encuentran ahí mismo su cauce. Intuye la razón de orden. El hombre creador antes de ser genio creativo es espíritu contemplativo. Los griegos con su genialidad creativa demostraron previamente tener un espíritu contemplativo muy fino, reproduciendo en sus obras el mismo orden que contemplaron el el cosmos bello. 

Es significativo que la palabra ποιεσις que significa tanto creación como producción podría expresar dos realidades que para nuestra cultura podrían ser muy distantes: arte y técnica. Pero, independientemente de las razones formales que los distinguen tenemos que reconocer un principio de unidad: ambas se han de basar en la contemplación del λόγος του κόσμου, uno creando obras bellas sin sentido útil ni razón de medio (el arte), es decir, con razón intrínseca de fin, y, la otra, creando obras instrumentales con razón de medio para ejercer una cierta dominación sobre su propia vida en relación con la naturaleza. Ciertamente que la técnica no se inspira propiamente en el criterio formal de la belleza en sí misma, pero tanto en un caso como en el otro existe un acto precedente de θεορειν que se funda en el reconocimiento de un principio de orden, de κόσμος.

 La belleza estética: el hombre indiferente
Encontramos un tercer tipo de relación con la belleza estética: la indiferencia. Alrededor de este hecho podemos plantearnos muchas preguntas. ¿Por qué algunos hombres son indiferentes frente a la belleza estética? ¿Por qué algunas personas son indiferentes en algunos momentos frente a la belleza estética, y en otros no? ¿Cuáles son las condiciones antropológicas necesarias para que el hombre pueda contemplar con mayor facilidad la belleza? ¿Existen condiciones anímicas que facilitan o impiden la visio estética? ¿Existe indiferencia estética en sentido puro? No nos detendremos a responderlas todas. Simplemente diremos  que la capacidad de contemplación está asociada a la capacidad de dejarse tocar por la realidad, o de experimentar el ser, que a veces está disminuida por distintos motivos como pueden ser preocupaciones vitales, situaciones anímicas, entre otras. 

Sin embargo es importante decir, que esta apertura a la realidad total es un hecho que como tal es potencia real en el hombre desde su condición antropológica, pero, como la gran mayoría de sus potencialidades necesita una cierta educación para poder desarrollarse plenamente y con mayor facilidad. Así hablamos de una capacidad real que requiere una educación específica para realizarse junto con unas condiciones óptimas. Porque aunque se haya desarrollado la virtud contemplativa en este nivel, cuando se experimentan preocupaciones o algunas pasiones fuertes, aquella virtud puede resultar impedida para realizarse. Pero en este caso hablaríamos de una indiferencia temporal o de ninguna indiferencia como tal solamente de un impedimento momentáneo.

A la falta de educación estética podríamos predicarle la indiferencia con mayor facilidad, aunque según nuestro parecer no en sentido absoluto, porque la belleza estética se aparece siempre confrontando a la persona con su mismo esplendor. Y nótese que cuando hablamos de educación no nos referimos a educación formal ni mucho menos superior, sino simplemente en este caso a la promoción de la virtud contemplativa. En este nivel tienen particular importancia los vínculos naturales de la familia y la cultura. En nuestra sociedad nos enfrentamos con graves retos circunstanciales: mientras que la vida urbana ofrece mayores posibilidades estéticas procedentes del arte, ofrece también menores posibilidades estéticas en la naturaleza misma, y, la misma dinámica urbana parece ser un impedimento para la visio estética que requiere su tiempo y su calma. Esto por mencionar alguno y sin entrar al tema de la bajísima calidad del material que se distribuye en los mass media y que en lugar de educar el espíritu lo entorpece. 

De modo que tenemos una indiferencia relativa, no absoluta, que afecta la capacidad de conmoverse ante lo bello, una especie de corazón duro como también lo existe en el ámbito moral, no sólo por temor y decepción como en el relato hegeliano, sino sobre todo por egoísmo, como cuando nos hacemos incapaces de conmovernos frente al dolor ajeno. Frente al bien moral se elevan también distintas actitudes que parecen ser ajenas a la reflexión precedente, pero en realidad, aunque distintas, no son ajenas pues integran su unidad en la dimensión personal y en la naturaleza humana.


La belleza espiritual: el esplendor del hombre 
La relación del hombre frente a la belleza no se agota en la dimensión estética. Frente a la estética el hombre es ante todo contemplativo y creador, aunque también puede ser indiferente. El hombre en cuanto a su corporeidad es también un lugar de manifestación de belleza estética, pero hemos dicho, también, que en el núcleo de la vida personal subsiste un tipo de belleza distinto y superior: la belleza espiritual. 

Tratemos de entender lo que esto significa. En cada hombre hay un principio intrínseco de absoluta novedad: la voluntad. Tal principio es el inicio de una edificación nueva en el orden del ser, que no está determinada por la esencia sino que está indeterminada en el orden del obrar. Hay un núcleo humano desde el que se obra y este es la naturaleza humana, pero al mismo tiempo hay un espacio totalmente singular e incosificable que llamamos voluntad en cuanto a facultad de auto-determinación, pero que bien podríamos llamar también corazón en cuanto a fuente del obrar personal, o personalidad en cuanto a que asume la totalidad de las dimensiones específicas de la persona humana desde la novedosa singularidad de cada persona. Este núcleo es inviolable y sensiblemente creativo del yo.

La personalidad en el hombre, tiene, entonces, una estabilidad metafísica en la esencia humana, pero tiene también una serie de elementos singulares que se asocian al ser de cada persona y que tienen que ver con su dimensión histórica y vivencial. Aquí podemos incluir la dimensión física, biológica y circunstancial, pero sobre todo la dimensión relacional y pasional de la persona. Primero la dimensión relacional porque sobra decir que las relaciones primarias (familia, amistad, ciudad, patria, sociedad) en el contexto cultural en el que se despliega la personalidad son altamente afectantes de la propia personalidad. Y en este nivel hablamos de una dimensión pasional que tiene que ver con la totalidad de eventos que la persona padece o ha padecido en su propia experiencia vital y que no son directamente fruto de su libertad incluyendo el lenguaje materno desde el que asimila simbólicamente el orden del pensar.

Sin embargo estos elementos no son determinantes en sentido absoluto de la personalidad sino son parte de ella, o más aún, son el contexto en el que se desarrolla la propia personalidad desde el principio intrínseco de su ser por el que puede decidir no sólo su obrar sino en cierto sentido su propio ser. Y en este nivel, no lo hace ni en el orden esencial porque no puede decidir no ser persona, ni en el orden circunstancial o vital que le es dado, porque tampoco puede decidir no haber nacido en tal familia o en tal patria, pero si puede decidir cómo asimilar aquellos elementos dados a su libertad. Dicho de otro modo, la persona no decide lo que es, ni muchas veces lo que ha vivido o lo que ha de vivir, pero siempre decide quien es en medio de su historia humana, y es esta su obra en sentido fuerte.

Podemos decirlo así: el hombre forja su propia personalidad, desde la existencia concreta en la que está situado; el hombre edifica su propio corazón. Podríamos objetar a esto que el corazón es tan delicado que todo lo recibe y todo le afecta, especialmente en el orden intersubjetivo, siendo, entonces, obra de la circunstancia y no del yo. Pero, aún aceptando esto aunque no absolutamente, lo que pretendemos decir es que la persona es desde -ex- su propio principio intrínseco de realización, que nadie es totalmente responsable de lo que hay en el corazón del otro, sino que cada quien siendo capaz de obrar por sí mismo es capaz de responder por sus actos porque son totalmente suyos. 

Su obrar brota de su ser personal que es siempre una novedad en el mundo, porque cada persona aunque es en sí misma contingente tiene una apertura singularísima y total al ser, al bien y a la verdad en su totalidad.  Es decir, el espíritu que subsiste en la unidad personal psico-física tiene en sí mismo una apertura indeterminada a cada cosa aunque dirigida a la totalidad o mejor dicho al ser en sí, al bien en sí, a la verdad en sí, a la belleza en sí, y esta apertura trasciende el orden singular desde su propia singularidad y unicidad.

Desde esta perspectiva planteamos la belleza espiritual como un hecho emergente en medio del drama de la libertad siendo también una cierta epifanía del misterio personal. Es decir, la belleza espiritual, muestra al mismo tiempo que su propio esplendor, el esplendor del hombre mismo, de la persona, de su dignidad. 


La belleza espiritual y la vida personal
El hombre puede establecer distintos tipos de relación con la belleza espiritual, que a diferencia de la belleza estética parece no ser un objeto transubjetivo sino su propio ser en relación con el ser. Es decir, mientras que el objeto estético es un ente corpóreo que ha de ser contemplado como objeto, la belleza espiritual aparece siempre en un sujeto, el sujeto mismo es portador de la belleza espiritual aunque esté en constante tensión con el ser

Y es verdad que esto sucede también con la belleza estética, pero en menor grado, porque el contemplar el hecho bello, de alguna manera se modifica, se perfecciona siempre el sujeto. Pero hay un acento distinto: mientras la belleza estética está más orientada hacia la exterioridad del objeto que llega sensiblemente, la belleza espiritual tiene una orientación subjetiva más fuerte, teniendo en la interioridad su principio de realización aunque se realice en actos concretos. 

En la belleza estética la interioridad es principio contemplativo, de asimilación de gozo, y también principio creativo, pero tanto el objeto que provoca como el objeto que crea son distintos de sí mismo aunque sean expresión de su interioridad. En la belleza espiritual la interioridad es principio contemplativo y creativo pero al mismo tiempo es ella misma la obra bella, el sujeto de su acción en cuanto le promueve la belleza. 

Este hecho tiene un análogo en el cuidado exterior del cuerpo que caería bajo razón de la belleza estética con la diferencia de que mientras el cuidado estético del propio cuerpo tendría como objeto y finalidad mostrar y realizar de mejor manera la belleza del propio cuerpo, la belleza espiritual tendría como objeto y finalidad realizar la propia personalidad de modo que exprese mejor el propio ser con toda su belleza personal, o mejor dicho llevar a plenitud el propio ser, teniendo ello una implicación naturalmente bella.

La belleza espiritual: el hombre contemplativo
Frente a la belleza espiritual el hombre puede ser contemplativo. En este caso, estamos no frente a la contemplación estética sino frente a la contemplación de la verdad, o bien de la realidad en sí, desde su unidad inteligible. Es el orden del conocimiento. El hombre goza en la contemplación de la verdad. Su apetito descansa en el acto de conocer. Este es un hecho que parece ser poco destacado en las teorías generales del conocimiento. 

El hombre por naturaleza busca conocer la realidad. Está atraído al conocimiento y no sólo por su sentido técnico como nos ha querido imponer la modernidad desde Bacon, sino que su espíritu descansa con toda naturalidad en la verdad. La verdad es un bien para el hombre, en cuanto verdad, y cuando es poseída o contemplada, entonces el espíritu se perfecciona y se conmueve profundamente. La verdad es bella, la máxima belleza.


Cuando el hombre contempla la belleza espiritual, cuando se recrea en el conocimiento de la verdad se perfecciona a sí mismo, le hace justicia a su propio ser, a su propia dignidad. A esta perfección actual y habitual está asociada un cierto tipo de vida: la vida contemplativa. Pero en realidad no es propia de un estado de vida sino de la estructura antropológica del hombre, aunque haya ciertos estados, ritmos o situaciones vitales que la promuevan en mayor o menor medida. 

A este estado contemplativo se le asocian distintas virtudes: ciencia, entendimiento, sabiduría. La ciencia sería el habito intelectual que perfecciona la inteligencia para poder contemplar la verdad de las cosas referente a sus causas próximas. La sabiduría sería el habito intelectual que perfeccionaría la inteligencia para poder contemplar la verdad de la realidad referente a sus causas últimas. El entendimiento sería el hábito intelectual que perfeccionaría la inteligencia para poder conocer con claridad los primeros principios. Mientras que tanto la sabiduría como la ciencia serían un hábito discursivo, del λόγος, el entendimiento sería un hábito intuitivo, del νοῦς. Todos ellos subsistiendo, en cuanto virtudes, en a única facultad de la inteligencia pero perfeccionándola de modo distinto.

En cuanto virtudes nos hablan más que de un acto concreto sino de una capacidad dinámica. Las virtudes intelectuales no están asociadas a la estaticidad sino al movimiento por la verdad. De modo que el estado contemplativo es ante todo un estado inquisitivo, una búsqueda permanente y un dinamismo vital hacia la verdad.

La actividad teórica, θεορειν, tiene como objeto la totalidad del ser, o más bien, todo lo que es. De modo que los contenidos de la contemplación son inmensos cuan inmenso es el ser, y, por ello, más importante que la perspectiva moderna que concibe a la ciencia como un corpus sistemático de contenidos inteligibles y coherentes entre sí es su carácter subjetivo, personal y relacional a la verdad. La ciencia es un hecho humano que brota de alguien y le pertenece a alguien. Del mismo modo podemos hablar de la filosofía que aquí aparece como sabiduría. La vida contemplativa no sólo es contemplación de la belleza, es edificación de la propia personalidad en el perfeccionamiento de las potencialidades espirituales, y, por lo tanto, es bella y hace bella a la persona.

Dentro de la totalidad del ser que se nos da a la contemplación, ningún existente tiene mayor dignidad y belleza que la persona. Y por supuesto que no hablamos aquí de belleza estética aunque habría que decir que esta sentencia aplicaría para ella del mismo modo, sino de belleza ontológica. La belleza es esplendor de la forma y ninguna forma es tan noble como la personal. Independientemente de su realización concreta, eficiente, o deficiente, la persona tiene de suyo una belleza mayor a todo el cosmos y a cualquier otro ente.

Sin embargo, hemos dicho también, que la forma en su realización singular se despliega con mayor o menor plenitud. De modo que la humanidad se realiza de distinta manera en cada persona. La personalidad, de la que hemos hablado, es esta realización. Esta realización es una constante tensión entre el principio intrínseco e indeterminado que es la voluntad, la esencia humana y sus posibilidades de realización plena, absoluta, simpliciter, τέλος.  De modo que es posible reconocer una belleza personal distinta a la específica y no sólo asociada a las condiciones de realización de la persona sino a su misma voluntad.

El hombre contemplativo reconoce en ocasiones aquella integridad, claridad y proporción en el tu de los héroes y de los santos que proviene de la adecuada armonización entre lo humano, su vida espiritual, su vida corpórea, su vida relacional, y su libertad, entre su esencia, su fin último como plenitud de vida y de ser y sus propias decisiones

La virtud moral conlleva naturalmente una modificación real de la personalidad que integra de mejor manera el principio singular del yo desde las posibilidades reales de la humanidad en la que subsiste o que realiza en relación a su fin en la constante tensión con sus prójimos. De modo que frente a una persona de esta altura se puede contemplar su belleza, belleza que trasciende el hecho estético sino que habla del corazón. Belleza del corazón. Aquí tenemos un icono muy elocuente: madre Teresa de Calcuta. Cuanta belleza esconde su corazón, cuanta belleza no salía de sus manos o de su boca cada vez que se le veía amando hasta el dolor y sacrificando su vida por los indefensos, por todos aquellos que eran tenidos en nada.

Frente al hombre virtuoso, frente a quien vive la virtud con heroísmo podemos tener una experiencia de aprecio, de admiración, de auténtica contemplación.  Frente al santo habría que añadir algo más. No sólo se contempla la virtud heroica sino que de alguna manera se intuye la belleza absoluta realizándose de modo particular en aquella persona. El santo trasciende la belleza espiritual y no sólo se vuelve acceso a la belleza absoluta sino manifestación de la misma.

La belleza espiritual: el indiferente escéptico
Sin embargo, el hombre frente a la verdad no siempre se sitúa como contemplador. A veces él mismo renuncia a la verdad, ya sea por considerarla inalcanzable, ya sea por considerarla irrealizable. De modo que puede dejar de buscar y dejando de buscar no sólo renunciaría al estado contemplativo sino a la misma condición antropológica contemplativa, haciéndose ciego o más bien cerrando los ojos al esplendor de la verdad.  Este hombre, escéptico, no podría dejar de conocer aunque quisiera, pero su conocimiento tendría que justificarse de otro modo. Sería sólo un modo de dominar el mundo. La racionalidad sería instrumental. El conocimiento un medio. Pero frente a esta concepción del conocimiento se eleva una sentencia terrible: ¡Si no es verdad, no es conocimiento! Sentencia que podríamos ratificar pensando que si no es verdad no tiene ninguna razón de ser su contemplación. Renunciar a la verdad es renunciar a la belleza.

La belleza espiritual: persona y acción
Hemos introducido ya la dialéctica de la acción humana. Asumimos el esquema clásico que divide el obrar humano en: θεορειν, πρᾶξις y ποιεσις. La vida intelectual, la vida moral y la vida productiva. Le damos una prioridad normativa a la actividad intelectual frente a las otras dos, no sólo porque, según lo que hemos dicho, es precisamente el conocimiento de la realidad lo que permite la realización de las obras artísticas y técnicas, sino sobre todo, porque es la verdad el único principio director del obrar moral. La verdad sobre el hombre y sobre las distintas acciones son norma para el obrar bueno

Actuar conforme a la dignidad de la persona es un imperativo moral una obligación de justicia que hace a la acción buena o la hace mala cuando se actúa en contra de ella. Esto es expresado por Tomás en los siguientes términos: omnium humanorum operum principium primum ratio est. Sin embargo contra Sócrates, afirma también que es muy distinto conocer el bien que sigue la razón de verdad práctica,  que realizarlo. Una cosa es el acto teórico e incluso el discernimiento prudencial que reconoce la bondad o maldad de un acto y otra cosa es elegir el bien. 

De modo que tenemos que aceptar dos tipos de virtudes humanas según perfeccionan al hombre para obrar el bien. Y debido a que la estructura del acto humano es doble en cuanto a sus principios ontológicos, dos tipos de virtudes humanas se reconocen: si la virtud perfecciona en entendimiento especulativo o práctico para obrar bien será la virtud intelectual, si la virtud perfecciona los apetitos será la virtud moral. Esta división la podemos apreciar en el siguiente texto:

Respondeo dicendum quod virtus humana est quidam habitus perficiens hominem ad bene operandum. Principium autem humanorum actuum in homine non est nisi duplex, scilicet intellectus sive ratio, et appetitus, haec enim sunt duo moventia in homine, ut dicitur in III de anima. Unde omnis virtus humana oportet quod sit perfectiva alicuius istorum principiorum. Si quidem igitur sit perfectiva intellectus speculativi vel practici ad bonum hominis actum, erit virtus intellectualis, si autem sit perfectiva appetitivae partis, erit virtus moralis. Unde relinquitur quod omnis virtus humana vel est intellectualis vel moralis. [35955] Iª-IIae q. 58 a. 3 co. Sobre la virtud intelectual ya hemos hablado. Ahora tratemos de entender el principio de la virtud moral y su relación con la belleza espiritual.



El acto humano, la πρᾶξις, el agere, procede de la voluntad relacionando al sujeto no sólo con sus objetos de querer en razón de fin, sino respecto de ellos relacionando al sujeto a su propia dignidad y a su fin último. De modo que cada acto humano modifica al sujeto no sólo en cuanto al contenido de tal acto sino sobre todo en cuanto a que lo acerca o lo aleja de la plenitud de ser a la que está orientado desde su dignidad y según su dignidad. De este modo, lo propio de la πρᾶξις es auto-determinar-se el sujeto en su relación al bien moral desde la verdad de su propio ser como ejercicio de la libertad.

Retomemos la distinción de las virtudes humanas ahora viendo sus semejanzas y diferencias. En relación a la verdad la inteligencia se perfecciona, pero la perfección de la voluntad aunque siga el orden de la verdad es más profunda porque por un lado proviene del núcleo de la personalidad y por otro lado la modifica radicalmente, ex radicis. Mientras que la virtud intelectual dispone a conocer la verdad, la virtud moral mueve a querer el bien estando indeterminada a querer un bien concreto o un acto concreto en relación al fin último de su vida, de tal modo, que es la voluntad, el principio profundo del ejercicio de la libertad y por tanto de la responsabilidad. En este sentido la misma inclinación por la verdad en cuanto a ejecutada en el querer requiere las virtudes morales, por ejemplo, la fortaleza, la magnanimidad y la humildad como hemos señalado previamente. El hombre sabio no necesariamente es un hombre bueno, mientras que el hombre bueno alguna sabiduría tiene, quizá no la que corresponde a la más alta especulación, pero seguramente si la que corresponde a la vida práctica, al obrar moral.

De este modo aunque la inteligencia tenga una prioridad formal porque el acto humano sigue el conocimiento del fin y del objeto, esta prioridad no es absoluta porque no determina el acto. La verdad conocida en relación a la acción es normativa y se aparece en la conciencia como un deber ser que procede de su ser, pero no es causa necesaria porque  la persona habiendo conocido el bien puede elegir su privación o un bien menor. La conciencia moral condiciona el discernimiento pero no determina la libertad y esto hace precisamente que el acto humano sea específicamente humano y libre ya que procede de un principio intrínseco intedeterminado y autodeterminante: la voluntad. La persona humana no sólo se determina en la acción inmanente, sino que se determina determinando el modo de su ejecución y los fines de la misma acción. Obra eligiendo los fines con conocimiento formal de ellos pero es él mismo el que quiere unos respecto de otros, independientemente de que reconozca algunos como lícitos u otros como ilícitos en relación a su fin último y dignidad esencial.

Santo Tomás enseña que los apetitos obedecen la razón no absolutamente, sino con cierta resistencia, siguiendo la enseñanza de Aristóteles: la razón ejerce sobre la voluntad un dominio político. Luego, entonces, para hacer el bien no sólo se requiere una razón bien dispuesta por las virtudes intelectuales, sino también que la fuerza apetitiva esté bien dispuesta por las virtudes morales. ¿Qué relación hay entre la razón y la voluntad en razón de estas virtudes? Santo Tomás como lo podemos ver en el siguiente texto dice que el apetito es principio del acto humano según que participa de algún modo de la razón, y de ahí el sentido de la virtud moral puesto que el hábito tiene razón de virtud moral en cuanto a que se conforma en la razón. La virtud es actuar conforme a la razón, según el λόγος, conforme a a Verdad que es normativa, νόμος de la humanidad.


Pars enim appetitiva obedit rationi non omnino ad nutum, sed cum aliqua contradictione, unde philosophus dicit, in I Polit., quod ratio imperat appetitivae principatu politico, quo scilicet aliquis praeest liberis, qui habent ius in aliquo contradicendi ... Sic igitur ad hoc quod homo bene agat, requiritur quod non solum ratio sit bene disposita per habitum virtutis intellectualis; sed etiam quod vis appetitiva sit bene disposita per habitum virtutis moralis. Sicut igitur appetitus distinguitur a ratione, ita virtus moralis distinguitur ab intellectuali. Unde sicut appetitus est principium humani actus secundum quod participat aliqualiter rationem, ita habitus moralis habet rationem virtutis humanae, inquantum rationi conformatur. [35946] Iª-IIae q. 58 a. 2 co. 

En esta relación entre razón y voluntad encontramos lo peculiar de la razón formal de belleza moral en la persona humana. La belleza moral es el esplendor de la adecuada proporción entre las palabras, las obras y los pensamientos conforme al λόγος, conforme a la verdad de su dignidad y de su fin último, siempre desde la perspectiva singularísima de la personalidad de cada quien. Así, encontramos los criterios formales de claridad, integridad y proporción de modo natural en la πρᾶξις humana con la importantísima diferencia de que en el hombre tal integración proporcional no brota necesariamente de la esencia o de la especie sino que se ofrece como una posibilidad en la conciencia tanto con su imperativo moral como con su ratificación de la voluntad como principio de libertad.

En este sentido la exigencia moral sigue un orden: la exigencia propia de la dignidad de la persona, de su naturaleza y de su llamado a la plenitud como fin último. Este orden no se impone sino que se ofrece. Así, por un lado hay que decir que el orden moral que en relación a la acción se hace regula morum es un principio extrínseco de la acción. Si es extrínseco es heterónomo. Pero esta heteronomía está implícita en el propio ser. No quiere decir que la ley sea una realidad ajena al hombre sino sólo que la voluntad no es su propia ley sino que sigue el orden de la razón, secundum rationem, y el orden del ser, secundum naturam, del mismo modo que la belleza se funda en la realización del λόγος του κόσμου.

Postular una moral autónoma significaría postular que el hombre se daría a sí mismo no su propia ley sino su propia naturaleza, su propia dignidad, su propia finalidad. Frente a la moral autónoma se eleva la estabilidad e inviolabilidad de la dignidad de la persona humana. Y esto independientemente de que alguno de los imperativos la consigne. Si la consigna es necesaria es porque el mismo Kant se dio cuenta de que con la autonomía vulneraba la justicia para con la persona. Así como el canon de la belleza está de alguna manera dado en la estructura de la realidad existe también un νόμος que brota de la estructura de la persona humana y de su dignidad.
 
La belleza espiritual: el indiferente autónomo
Hemos hablado, anteriormente, de la pretensión de Nietzche. Allí hemos dicho que: Nietzche postuló que la medida del hombre no podía ser otra que su voluntad. Una voluntad de poder  que le permitiera fundarse más allá de cualquier determinación metafísica a la que tuviera que someterse su inteligencia. Esta voluntad sería la única realidad fundante que podría ensalzar la vida con sus exigencias. (

En este caso, tendríamos que decir que la indiferencia no significa no preferir un ἔθος respecto a otro en la dinámica de la πρᾶξις sino renunciar al λόγος του κόσμου. Esta es una decisión ética global. No es una renuncia a la ética. Es renunciar al canon que aparece por el λόγος en la conciencia. Y tiene una motivación real: Nietzche reconoce que el λόγος deriva en una ley, en un un νόμος que él aprecia como un atentado contra la voluntad absoluta que pretende. Él no puede ser amo y seguir un νόμος. Tiene que ser autónomo para ser amo. Tiene que ser Señor del bien y del mal. Y, en este sentido, sobra decir que no comprendemos el término autónomo como el que obra por sí, hecho que pertenece a la descripción real de la persona, sino el que se da a sí mismo αὑτός su propia ley νόμος.  Y también Nietzche lo comprende así. Es su ascensión al Übermensch.

En esta disyuntiva creemos que sólo hay dos alternativas, reconocer el orden natural o pretender crearlo. Pretender crearlo significa mucho más que simple autonomía moral. Significa renunciar a la verdad,  porque si hay una verdad práctica, entonces sería normativa. Si existe el orden del ser como principio extrínseco de la acción es normativo. Si se niega el orden del ser dejando en la dinámica de la acción el valor absoluto al principio intrínseco, entonces la voluntad se da su propia ley. Autonomía significa suspender el juicio veritativo en el orden práctico y optar por el principio del poder como imposición de la forma de la acción sin objetividad alguna introduciendo una nueva "racionalidad".

Y sin embargo no se puede obrar sin ley porque el principio intrínseco es elícito, sigue a la razón. Quien así obrare, obraría siguiendo a una razón pero una razón ciega para la verdad. Nietzche diría que más allá de la verdad. Seguiría a una razón para la cual todo es permitido, nada es limitante. Seguiría una razón para la cual la justicia y el derecho no tendrían una razón intrínseca sino sólo el común acuerdo y eso por necesidad. Seguiría una razón irracional, incapaz de conocer, de juzgar, de discernir, y todo ello por elección propia. ¡Por elección propia, no por motivos intrínsecos al discurso filosófico sino a través de una renuncia voluntaria en favor del poder! 

He aquí el principio del positivismo ciego que rige nuestras estructuras jurídicas. Desde Kant hasta Kelsen. Kant por lo menos se quedó con la forma del hecho moral en la conciencia: el deber. ¿Pero el deber en razón de qué? Si el deber ser no sigue al ser, si no es una exigencia de justicia, entonces, su carácter de imperativo pierde su valor. Es una tragedia. La persona, su dignidad, su valor esencial, sus derechos, han quedado a la merced del acuerdo voluntario de los legisladores. El orden moral ha quedado reducido al sentimiento y a la voluntad del Übermensch que ciertamente está muy arriba porque aplasta al prójimo y aplasta a la comunidad. La verdad práctica quedó suplantada por la arbitrariedad.

Esta racionalidad, si se puede llamar así, es absolutamente contraria a la belleza espiritual. Y no tenemos que argumentar más. Solamente señalar: el holocausto hebreo fue legal. El mayor crimen de nuestro tiempo, el aborto, también legal en muchos casos. Dejemos atrás la fealdad que aparece aquí como un término muy débil, ahí hay horror, espanto, terror, vileza, podredumbre, muerte. Y no sólo es cada acto abominable lo preocupante, es la persona la que se envilece con la injusticia. ¿Mal radical o mal banal? No tiene Kant la respuesta ni tampoco Arendt aunque se acerca más. La respuesta la tiene Nietzche. El Übermensch es ciertamente un dios, pero es un dios de caos. Sin λόγος no hay verdad, ni bien, ni belleza, sólo queda el caos. Nietzche es un profeta, profeta del yo por encima del tu, profeta del poder por encima de la verdad. Se hace incapaz del nosotros: el amo no puede tratar de tu a nadie, no tiene criterio del bien ni para sí, ni para el prójimo más allá de su querer, el amo es incapaz del bien común.  La autonomía tiene su precio: la persona.

Belleza espiritual y dignidad personal
Hagamos una pausa necesaria. Ningún acto ni tipo de vida por más desastrosa que pueda parecer anula la dignidad personal y la belleza intrínseca que de ella se desprende.

Por un lado la libertad está siempre en tensión histórica temporal. Ningún hombre está acabado, todos vivimos en camino y podemos redimirnos (o corrompernos), optar por la persona y por la justicia. Salir del egoísmo y abrirse al prójimo. Y si hemos hablado de belleza espiritual es para señalar la altísima vocación del hombre que brota de su esencia, de la tensión hacia su fin, y de su ser personalísimo que se realiza libremente. No para hacer distinción de personas.  La dignidad esencial es inviolable. Y por ello predicamos la belleza espiritual, para señalar el proyecto bello que significa la persona y su dignidad esencial. 

Por otro lado, aunque alguna cosa de la dignidad moral se deje ver, la mayor parte queda oculta, incluso en referencia a nuestra propia personalidad. Esta belleza estaría abierta solamente para quien conociera con toda profundidad la personalidad de cada quien, omni-comprehensivamente y perfectísimamente. Es una belleza en altísimo grado inteligible de por sí pero no quad nos. Para nosotros, es un misterio que conocemos poco a poco y es en cierta medida develada  sólo por el corazón, conocida por connaturalidad en el trato profundo. La belleza espiritual pasa a desapercibida por los ojos superficiales y se esconde muchas veces a los ojos más profundos. La belleza espiritual parece estar condenada al secreto.

Digámoslo nuevamente. La persona es bella en sí misma, por su dignidad esencial. Pero la belleza de su personalidad es una belleza única que puede realizarse en mayor o menor medida y que tiene la medida del Ser -sin medida- desde su individualidad, porque está abierta al ser necesario, al bien y a la verdad no en la contingencia sino en la totalidad. El hombre virtuoso no es más hombre o menos hombre que el hombre vicioso. Pero sí que se hace bueno. El hombre que roba se hace ladrón. El hombre que perdona es un héroe. Y sólo eso pretendemos decir. La persona no sólo es digna en sí sino que está llamada  a la plenitud, plenitud que ha de realizarse desde su principio intrínseco conforme al principio extrínseco de su dignidad esencial. Y digo principio intrínseco para resaltar la libertad, pero bien podría decir desde el alma, desde el Yo, que es en último término el sujeto de adhesión del movimiento y del despliegue de la personalidad.

Educación y Belleza del espíritu
Nuestro discurso nos lleva necesariamente a retomar el sentido de la educación. La noción de educación es una noción de difícil comprensión. Es una noción análoga que se predica de muchas realidades en mayor o menor grado. En un sentido amplio podemos decir que se predica a todo aquello que promueva el desarrollo de la plenitud de potencialidades del hombre. En un sentido más restringido podemos predicarla con mayor precisión a un cierto tipo de actos. Los actos educativos son aquellos que promueven directamente el desarrollo de las potencias humanas conforme al orden de la razón y dirigidas a la plenitud del fin que está en tensión de realización desde su propia esencia.

En este nivel se predica tanto de los actos que la promueven, como la enseñanza, como de los actos que la realizan que son siempre personales y se consolidan en la virtud.  La tarea educativa no es sólo promover la contemplación de la Verdad, o la adquisición del conocimiento. Esta tarea perfecciona solamente las facultades cognoscitivas. La tarea educativa debe de promover la elección del bien y la contemplación de la belleza. Debe promover la virtud moral e intelectual, siendo éstas las instancias más importantes para el desarrollo pleno de las potencialidades humanas y de la personalidad.

La educación busca la plenitud del ser. La educación promueve no sólo la contemplación de la belleza sino la belleza del hombre. Es un movimiento en favor de la plenitud del esplendor del ser de cada persona desde su individualidad incomparable e irrepetible. Educar es un arte. No en oposición a la θεορειν o a la πρᾶξις sino en constante tensión de fin hacia sus virtudes propias. Es un arte no sólo en cuanto a que desarrolla técnicas variadas para lograr con eficacia su propia finalidad sino también porque al estar fundada en la naturaleza del hombre, en su tensión dinámica hacia su fin último desde la novedad del ser personal, realiza en el contexto del cosmos la mayor belleza posible en el contexto humano: la realización de plenitud de vida de la persona.

He aquí un gravísimo problema. Platón se dio cuenta que la vocación del hombre es la divina. La tensión hacia la plenitud del hombre desborda su inmanencia y tiende hacia la infinitud y la permanencia en la trascendencia. Es un hecho antropológico. Luego, entonces, la misma παιδείᾶ entendida ya sea como cultura o como educación no puede clausurarse nunca a la inmanencia vital y existencial sino que tiene que incluir como elemento ordenador la dimensión religiosa. El hombre es homo religiosus. Y si lo es, entonces, la educación ha de promover su desarrollo hacia la plenitud. Este es el camino auténtico de la παιδείᾶ: de todo el hombre y de todos los hombres. 


La belleza y la epifanía de la persona

La epifanía de la belleza se le ofrece al hombre a lo largo de su existencia. El hombre ante esta donación es testigo de lo bello. Esta epifanía para el hombre manifiesta mucho más que el sólo ser vidente de lo bello. La misma belleza como hecho existencial hace que el hombre se comprenda mejor a sí mismo. La belleza, como la verdad y el bien son ocasión de manifestación del misterio de la persona. Podemos decir que la belleza como hecho metafísico y estético en la vida del hombre habla del hombre. La belleza nos permite contemplar qué es el hombre, quién es el hombre, cuál es la altura de su ser y de su vocación. El hombre es un ser para la plenitud. El hombre es un ser que contempla la plenitud. El hombre es un ser para la Belleza.


- excursus -

 

Acompaña este artículo el Concierto para violón de Jean Sibelius en la gran interpretación de Ida Haendel. Después del gran concierto que introduce y acompaña el artículo anexo un documental sobre la solista. El documental habla sobre la vida de Ida Haendel. Independientemente de su contenido general lo he elegido porque el título, que es tomado de una frase de Ida, es sumamente elocuente: Yo soy el violín. Esta breve expresión puede sintetizar gran parte de la teoría expresada en el artículo. La presencia de la belleza en la persona es expresión del espíritu. Espíritu que quiere crear belleza y comunicar belleza. Espíritu que le da a un poco de madera con algunas cuerdas una vida nueva y superior. Espíritu que hace del violín un instrumento de expresión no sólo del λόγος του κόσμου sino del espíritu humano, del λόγος del hombre y de su aspiración trascendente. El violín sin Ida no es nada. Cuando el violín está en sus manos, el violín se hace ella. Ella es el violín.