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lunes, 13 de julio de 2015

52. [S.Th.] [Reflexión] Sobre algunos aspectos actuales de la fidelidad al Ministerio Petrino

La Revelación
Lo que Cristo confió a los Apóstoles, éstos lo transmitieron por su predicación y por escrito, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a todas las generaciones hasta el retorno glorioso de Cristo (CEC 96)
La revelación, por la cual, Dios mismo ha actuado en la historia comunicándose a los hombres y mostrándoles el misterio divino y el misterio humano, es un auténtico depósito (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14), que recibida con fe, debe ser transmitida íntegra y custodiada por toda la Iglesia.
Pues quiso Dios no sólo manifestarse a sí mismo y darse a conocer sino quiso también comunicar los bienes divinos (DV 6) de la salvación. Así, en su designio inefable, ha querido Dios que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4) y para ello habló antiguamente a nuestros padres por los profetas (Hb 1, 1) y llegada la plenitud de los tiempos envió a su Hijo (DV, 4) para mostrar el misterio del Padre y enviar el Espíritu Santo.
Él mismo, ha llevado a plenitud la revelación a través de obras y palabras (DV, 7) y de modo admirable a través de su misterio pascual (DV, 17). En virtud de su misterio pascual ha derramado el Espíritu Santo y enviado a los Apóstoles (Mc 16, 15) para que conservando sus Palabras (Jn 14, 23) las llevaran a todas las naciones y su palabra permanezca comunicando a todos los dones sagrados de la redención.
«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones» (DV 7).
Así, la comunidad apostólica sabiendo que había recibido de Cristo, todo lo que el Padre le había dado a conocer (Jn 12, 49), y habiendo sido testigos del misterio pascual, preservaron las palabras y obras de Jesús y las comunicaron ellos mismos a las naciones, junto con los discípulos, a través de su predicación oral y de la consagración por escrito de la Palabra en la Sagrada Escritura, contando con la asistencia del Espíritu Santo.
De este modo, la Palabra de Dios fue transmitida íntegramente en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura y engendró la fe las naciones. Este patrimonio sagrado es para la Iglesia de todos los tiempos el depósito que recibe y transmite a fin de cumplir su misión de ser sacramento universal de salvación (LG 1), y llevar a todos los hombres hacia Dios.
La Sagrada Tradición, pues, y la Sagrada Escritura constituyen un solo depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia; fiel a este depósito todo el pueblo santo, unido con sus pastores en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, persevera constantemente en la fracción del pan y en la oración (cf. Act., 8,42), de suerte que prelados y fieles colaboran estrechamente en la conservación, en el ejercicio y en la profesión de la fe recibida. (DV 10)
Son pues, la Sagrada Escritura y la Sagrada Tradición las fuentes normativas de la revelación “norma non normata”, que no son normadas por ninguna otra fuente sino que son principio de iluminación para la vida del mundo y, al mismo tiempo, han sido confiadas a la Iglesia, comunión jerárquica, para su conservación y transmisión en la profesión de la fe recibida.
Ahora bien, la Sagrada Tradición y La Sagrada Escritura, que contienen la Palabra de Dios requieren ser interpretados por la Iglesia, y su interpretación auténtica está confiada por un carisma particular del Espíritu Santo al Magisterio siempre vivo. De este modo el Magisterio se vuelve “norma normata” por cuanto constituye no una ampliación de la revelación contenida en la Palabra de Dios sino su interpretación auténtica, de modo que sea enseñanza normativa normada por la Palabra, fundada en ella. Así lo enseña la Constitución Dogmática:
Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer.

La Fe
La fe, por la que el hombre responde libremente a Dios con la obediencia de su corazón y de su inteligencia es una adhesión a la revelación que la Iglesia ha recibido y que transmite fielmente y, por tanto, a la fe de la Iglesia. De modo que quien dice  "Yo creo", dice "Yo me adhiero a lo que nosotros creemos". (CEC 185) Esta unidad en la fe, que se funda tanto en el hecho de que sólo hay una revelación, como una sola Iglesia que cree y que comunica el misterio revelado hace del acto personal de la fe un acto comunitario, una verdadera comunión en la fe. La comunión en la fe necesita un lenguaje común de la fe, normativo para todos y que nos una en la misma confesión de fe. (CEC 185)
Desde su origen, la Iglesia apostólica expresó y transmitió su propia fe en fórmulas breves y normativas para todos (cf. Rm 10,9; 1 Co 15,3-5; etc.). Pero muy pronto, la Iglesia quiso también recoger lo esencial de su fe en resúmenes orgánicos y articulados destinados sobre todo a los candidatos al bautismo.  (CEC186)
Estos resúmenes no reducen el contenido de la fe sino que lo expresan íntegra y articuladamente a modo de juicios ciertos que constituyen verdaderas profesiones de fe porque sintetizan lo que creemos los fieles cristianos. Así, el acto de fe nos une a la Iglesia creyente y adhiere nuestra inteligencia y voluntad a Dios mismo en quien creemos y a la verdad que él nos revela.  (CEC 177). Es por ello que la Iglesia siempre ha enseñado que creer es un acto eclesial.
"Creer" es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. "Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre" (San Cipriano de Cartago, De Ecclesiae catholicae unitate, 6: PL 4,503A). (CEC 181)
Ahora bien las fórmulas constituyen un lenguaje cierto, pero nuestra fe no se consuma en ellas sino en las realidades que expresan y que nosotros alcanzamos por ellas. Esta enseñanza de Santo Tomás de Aquino "El acto [de fe] del creyente no se detiene en el enunciado, sino en la realidad [enunciada]" (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.1, a. 2, ad 2) ha sido mantenida por la Iglesia que nos recuerda que a través de la profesión de fe, nos acercamos a las realidades divinas que nos han sido revelada con la ayuda de las formulaciones de la fe que permiten expresar correctamente la fe y transmitirla, celebrarla en comunidad, y vivir en ella (CEC 170).
Así pues, la adhesión a la fe, exige una aceptación de las verdades reveladas formalmente  con sus contenidos precisos  que han sido articulados por la autoridad de la Iglesia, como parte de su ministerio de preservación y transmisión del mensaje auténtico de la revelación a través de los siglos:  "Creemos todas aquellas cosas que se contienen en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son propuestas por la Iglesia [...] para ser creídas como divinamente reveladas" (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 20). Estas verdades, nos enseña también el Concilio tienen un orden y una jerarquía que es preciso conocer: Conviene recordar que existe un orden o "jerarquía" de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana" (UR 11).

Orden de las Verdades y asentimiento requerido (Calificaciones Teológicas)
1. En primer lugar, la fe teologal, que tiene como objeto a Dios mismo en su misterio implica la aceptación y profesión de todos y cada uno de los artículos contenidos en el Símbolo de la fe. Estos artículos son objeto “de fide”, por lo que su profesión es exigida para recibir el Bautismo o cualquier ministerio eclesiástico y deben ser creídas con fe firme y profesadas íntegramente.
Junto a los artículos de la fe, contenidos en el símbolo se encuentran también exigidas por el acto de fe, con fe firme, todas aquellas doctrinas de fe divina y católica que la Iglesia propone como formalmente reveladas, y, como tales, irreformables (DS 3074).
Esas doctrinas están contenidas en la Palabra de Dios escrita o transmitida y son definidas como verdades divinamente reveladas por medio de un juicio solemne del Romano Pontífice cuando habla « ex cathedra », o por el Colegio de los Obispos reunido en concilio, o bien son propuestas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal. (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal explicativa de la fórmula conclusiva de la Professio Fidei, 5)
Estas enseñanzas que exigen el asentimiento de la fe teologal de todos los fieles, deben de ser profesadas y tenidas como verdaderas con absoluta certeza, pues al haber sido propuestas como formalmente reveladas, se fundan en la veracidad misma de Dios que se revela, pertenecen al patrimonio “De fide divina et catholica” y quien las negare caería en herejía. El asentimiento de la fe en estas verdades, al fundarse directamente sobre la fe en la autoridad de la Palabra de Dios se le llama también asentimiento “de fide credenda”.
2. Cercanas a las anteriores aunque distintas se encuentran aquellas doctrinas que ya pertenezcan al ámbito dogmático, ya pertenezcan al ámbito moral, han sido propuestas por la Iglesia de modo definitivo para custodiar y exponer fielmente el depósito de la fe, aunque al hacerlo no hayan sido proclamadas por el Magisterio de la Iglesia como formalmente reveladas. Estas doctrinas “pueden ser definidas formalmente por el Romano Pontífice cuando habla « ex cathedra » o por el Colegio de los Obispos reunido en concilio, o también pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal de la Iglesia como una « sententia definitive tenenda»” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal explicativa de la fórmula conclusiva de la Professio Fidei, 6).
A las sentencias dogmáticas y morales que deben ser tenidas por definitivas aunque no hayan sido declaradas formalmente reveladas, les corresponde, de parte de todo creyente un asentimiento firme y definitivo.  Este asentimiento firme y definitivo está fundado sobre la “fe en la asistencia del Espíritu Santo al Magisterio de la Iglesia, y sobre la doctrina católica de la infalibilidad del magisterio en estas materias” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Mysterium Ecclesiae, 3). Quien las negare, aunque no cayera en herejía manifiesta rechazaría formalmente la doctrina católica y por lo tanto dejaría de estar en plena comunión con la Iglesia Católica. (Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Ad tuendam fidem, 18 de mayo de 1998.).
Dado que el asentimiento debido a las verdades definidas no se funda directamente en la autoridad de la Palabra de Dios sino sobre la fe en la asistencia del Espíritu Santo a éstas se les llama doctrinas “de fide tenenda”.  Sin embargo, tanto el asentimiento a las verdades definidas como formalmente reveladas “de fide divina et catholica” como el asentimiento a las verdades “catholica definita” debe ser pleno e irrevocable.
Ahora bien, el Magisterio de la Iglesia enseña una doctrina que ha de ser creída como divinamente revelada, o que ha de ser tenida como definitiva ya sea a través de un acto definitorio o no definitorio. El acto definitorio implica un pronunciamiento “ex cathedra” o bien la intervención de un concilio ecuménico. El acto no definitorio implica la enseñanza continuada del Magisterio ordinario y universal de los Obispos esparcidos por el mundo en comunión con el Sucesor de Pedro.
3. Además de estas verdades enseñadas infaliblemente por el Magisterio de la Iglesia, se encuentran aquellas doctrinas enunciadas por el Romano Pontífice o por el Colegio de los Obispos cuando ejercen el Magisterio auténtico aunque no tengan la intención de proclamarlas con un acto definitivo. Estas doctrinas, al ser presentadas como seguras, por el Magisterio de la Iglesia demandan el religioso asentimiento de voluntad y entendimiento (Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum Veritatis, n. 23). Estas enseñanzas, se proponen no para ser creídas ni para ser tenidas como definidas sino para alcanzar una inteligencia más profunda de la revelación en la que se fundan. La negación pertinaz de estas doctrinas se califican de error, o bien, al menos, de enseñanza temeraria o peligrosa.
Ahora bien, en relación a las doctrinas enunciadas por el Magisterio auténtico y ordinario en modo no definitivo la adhesión requiere un grado diferenciado “según la mente y la voluntad manifestada, la cual se hace patente especialmente por la naturaleza de los documentos, o por la frecuente proposición de la misma doctrina, o por el tenor de las expresiones verbales” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal explicativa de la fórmula conclusiva de la Professio Fidei, 11).

El Pontificado Actual y la Fidelidad al Ministerio Petrino
Como Iglesia discente que aprende de Cristo, nos encontramos en continua escucha y contemplación de la Palabra de Dios escrita y transmitida en la tradición oral de la Iglesia. Nuestra fe nos vincula intrínsecamente con las fuentes de la revelación de diverso modo, según hemos visto anteriormente. Todo discípulo de Cristo, recibe su Palabra y su Gracia, y miembro de la Iglesia recibe también de la comunidad viva junto con su Palabra, su recta interpretación. Así la Iglesia docente, nos enseña a Cristo y a su Palabra, y la comunidad de discípulos siendo fiel a la verdad apostólica es fiel a Cristo que nos ha revelado el misterio de salvación y ha instituido el ministerio apostólico.
Los fieles cristianos debemos tener claro lo que pertenece al “depositum fidei”, enseñanza infalible de verdad, para que nuestra adhesión a la fe católica sea plena, sin reservas y siendo fieles a Cristo y a la Iglesia vivamos siempre unidos a nuestro Padre celestial, con la fuerza del Espíritu. Esto nos exige conocer auténticamente la enseñanza dogmática y moral de la Iglesia Católica, de la cual tenemos un valioso instrumento claro, preciso y accesible en el Catecismo de la Iglesia Católica.
Para recibir la Enseñanza Pontificia actual, siendo fieles al ministerio petrino que Cristo mismo ha instituido como Ministerio Apostólico para edificar a la Iglesia y confirmarnos en la fe, debemos tener un criterio prudencial para distinguir dentro de las palabras y de las obras del Papa aquellas que integran Magisterio auténtico y ordinario, y aquellas que son actos privados y que como tal no constituyen Enseñanza Apostólica. Esta reflexión es válida para cualquier momento histórico y más necesaria en la actualidad que a través de los medios de comunicación y las tecnologías de la información se recibe en tiempo real, notas diversas de todo lo que dice o hace el Santo Padre y siendo conscientes de que no todo lo relativo a su persona tiene el mismo valor se debe ser prudente. El valor dependerá, precisamente, de distinguir entre aquellas palabras y obras que integran su Magisterio, y aquellas que no tienen esta cualidad.
Al Magisterio auténtico y ordinario, pertenecen los documentos pontificios, las homilías y las catequesis cada uno en  su propio nivel. Estos documentos deben ser tenidos en cuenta por todos, en la medida de lo posible, y es a ellos a los que nos debemos remitir cuando hablemos del Magisterio del Papa Francisco y sólo a ellos.
Las entrevistas, audiencias privadas, reuniones personales, la correspondencia, los mensajes personales, las llamadas telefónicas, y otros actos semejantes, e incluso algunas publicaciones a título personal, son actos privados. Se le considera privados no porque no tengan carácter público o noticioso sino precisamente porque no son ejercidos como Enseñanza Petrina. A los contenidos de los actos privados del Papa, no se les debe religioso asentimiento de voluntad y entendimiento, sino sólo a su magisterio diferenciado. Respecto a este tipo de actos, podemos tomar como norma lo que el mismo Benedicto XVI afirmó en el prólogo de su libro Jesús de Nazareth, al señalar que su obra no era una enseñanza petrina sino su búsqueda personal: “cualquiera es libre de contradecirme” (BENDICTO XVI, Jesús de Nazareth, I p. 20). Al afirmar que cualquiera es libre de contradecirlo, él mismo acepta con toda serenidad y humildad que el Papa, en sus actos privados, es falible, puede equivocarse y de hecho se equivoca (Gal 2, 11-21), como el mismo papa Francisco lo ha dicho también recientemente (Francisco, Entrevista del 31 de marzo de 2014).
La doctrina sobre la infalibilidad pontificia no nos hace afirmar que todos los actos, gestos, palabras y pensamientos del Papa son de suyo infalibles sino sólo su magisterio formalmente ejercido en virtud de la cátedra de Pedro (CVI Pastor Aeternus, 4). Pues el papa no es persona divina, sino persona humana, falible en cuanto persona humana e infalible sólo en razón del ministerio petrino, y, por tanto, el carisma de la infalibilidad está asociado al ejercicio formal de su ministerio y no se extiende a todo lo que él dice y hace, es decir a sus actos privados. De hecho está asociado formalmente sólo a su Enseñanza "ex Cathedra" en el ejercicio de la cátedra de Pedro. Pretender extender el carisma de verdad a todos ellos no sería una actitud conforme al Concilio Vaticano Primero.
Ahora bien, algunos actos privados del Papa Francisco han sido difíciles de interpretar para muchos católicos, teólogos y pastores, en diversos sentidos. Respecto a esto debemos tener en cuenta que: Los medios de comunicación, usualmente tienen una línea editorial precisa e intencionalmente eligen comunicar algunas palabras y gestos de acuerdo a sus intenciones particulares. Esto no sólo aplica para los medios seculares, sino también para los medios eclesiales, lamentablemente. Sobra decir que muchos de ellos, de acuerdo al pensamiento del mundo (Mc 8, 33; Mt 16, 23), quieren y esperan de la Iglesia una liberalización de sus enseñanzas morales y han aprovechado intencionalmente algunas palabras y gestos del Papa para promover su agenda.

Principios virtuosos
Ahora bien, en relación a estos desafortunados escándalos que se han suscitado y que confunden a gran cantidad de fieles laicos, clérigos e incluso prelados, se recomienda una actitud religiosa de fidelidad y de piedad que pudiera asumir entre muchos otros los siguientes principios virtuosos:
1. Para evitar, en la medida de lo posible, lesionar el honor del Papa, inducir confusión respecto a su autoridad, suscitar algún tipo de desprecio o de rechazo, cada uno debe, en principio, interpretar, en un sentido favorable sus pensamientos, palabras y acciones.  Por lo tanto, se sugiere el principio del buen juicio, sobre el juicio temerario, que busque interpretar favorablemente los pensamientos, palabras y acciones del Papa Francisco, aún aquellos que parezcan más escandalosos, tratando de evitar señalar el error, mientras esto sea posible sin lesionar la verdad o la justicia. La fidelidad, en este caso, se manifiesta en ser más pronto a salvar las proposiciones del Papa, que en condenarlas o en contradecirlas, aclarando lo que haya que aclarar y precisando lo que haya que precisar.
2. Para ello, se sugiere el principio de la continuidad, sobre el principio de la ruptura, según el cual las palabras, los pensamientos y los gestos del Papa han de entenderse siempre por buen juicio en continuidad con sus predecesores, con la fe católica, con las verdades definidas, con la tradición viva de la Iglesia y con el Magisterio auténtico y ordinario de la Iglesia. De modo que si una palabra o expresión, por sí misma, pudiera entenderse como una ruptura con la enseñanza dogmática o moral de la Iglesia, ha de ser preferiblemente siempre interpretada en continuidad con esta misma enseñanza y en el contexto de ella sea tenida y comunicada evitando toda interpretación distinta.
3. El principio de la benedicencia: en la medida de lo posible se sugiere evitar manifestar los defectos y las faltas del Papa Francisco, sin perjuicio grave de la verdad o de la justicia. Guiándonos bajo este principio debemos promover un ambiente de concordia y de cordialidad hacia el Soberano Pontífice incluso entre aquellas personas, que muchas veces, con justa razón se han sentido desorientados, confundidos o incluso agraviados por palabras, gestos, actos o expresiones del Papa.
4. El principio de la unidad: En medio del desconcierto que pudieran generar algunas palabras o gestos del Papa, no han faltado reacciones lamentables desde las que constituyen un desprecio real al papa y que se debe evitar con religioso celo, hasta las que constituyen un intento por justificar errores, que no son justificables sin agraviar a la verdad, o a la justicia, y que con un celo intempestivo terminan por atentar contra el honor de aquellos que con sinceridad han señalado las dificultades que aquellos actos implican. Entre estos dos extremos se debe  conciliar, y mantener la unidad en la verdad y en el respeto y aprecio al Santo Padre. En este contexto, se sugiere el principio de la benedicencia, y del buen juicio, también para aquellos que en medio de estas situaciones han hecho opciones diversas a la que en conciencia hayamos elegido nosotros. El principio de la benedicencia, desde luego, se refiere a las personas, no a los hechos sobre los cuales se debe tener una objetividad ponderada y madura.
5. Considerar el contexto eclesial: No podemos ignorar que el contexto eclesial del pontificado del Papa Francisco es delicado. Existen alrededor del Papa no pocas personas que intentan promover una praxis liberal y una liberalización del dogma y de la moral que lesionaría el sagrado depósito. Sin embargo, también existen notables fieles, laicos y clérigos, que han buscado, muchas veces con espíritu de martirio enfrentar estas presiones para garantizar que la Iglesia, y cada uno de sus miembros permanezca en la verdad de Cristo. Se sugiere realismo, ni buenismo, ni fatalismo. Y a la hora de interpretar los acontecimientos asociados a este contexto se sugiere una mirada atenta, llena de fe y confianza en la providencia, que no sea ingenua, pero que tampoco sea maliciosa.
6. El magisterio ordinario. Respecto a aquellos actos pontificios, que constituyen magisterio debemos tener en cuenta que: el magisterio está al servicio de la Palabra de Dios, escrita y transmitida oralmente, y, por lo tanto, no ejerce una función de ampliar la revelación, sino de custodiar e interpretar. De modo que, el magisterio fundado en la Palabra de Dios, no autogestiona ni autoproduce el pensamiento eclesial sino que guiado por el Espíritu Santo, toma de la Sagrada Tradición el Evangelio siempre nuevo para comunicarlo a los hombres y adecuarlo a las problemáticas incesantemente cambiantes de los tiempos y destinatarios (GS, 44)
Considerando estos principios, podemos afirmar con certeza absoluta que el magisterio, no puede cambiar la doctrina revelada ni puede justificar ninguna praxis que atente contra el sagrado depósito. Además esto nos permite decir que en los documentos pontificios, no todas las expresiones tienen le mismo valor vinculante. En primer lugar, según lo señalado en las calificaciones teológicas, se debe tomar en cuenta la mente y la voluntad manifestada, que se da a conocer en la naturaleza del documento o del acto pontificio en sí, y en las expresiones lingüisticas utilizadas. 
Además se ha de considerar la frecuencia de la misma doctrina, no sólo en relación al tiempo presente, sino también, en relación al magisterio precedente. En este sentido, tienen un valor más vinculante aquellas enseñanzas que se deriven directamente de la Sagrada Escritura, de la tradición eclesial o del magisterio ininterrumpido de la Iglesia, mientras que tendrán un menor valor aquellas que sean más ajenas a estas fuentes. Es prudente que esta tarea la realicen los teólogos como parte de su vocación al servicio de la Iglesia (Donum Veritatis, Congregación para la Doctrina de la Fe).
7. El gobierno pastoral. Hasta ahora se ha hablado de la Enseñanza Petrina. Ahora se señala un aspecto más relativo a la Potestad Petrina: El Soberano Pontífice tiene autoridad ordinaria y universal sobre todos y cada uno de los miembros de la Iglesia. De modo que, a los actos pontificios en los que ejerce su jurisdicción y suprema potestad les debemos siempre religiosa obediencia, y a su persona una piedad auténtica, en razón de su ministerio. De modo que no sería conforme al sentir con la Iglesia, una obediencia debilitada hacia la autoridad apostólica motivada por las dificultades o controversias a las que hemos aludido previamente. Al contrario, en medio de aquellas dificultades o controversias, la obediencia adquiere, sin dejar de ser razonable, una preclara virtud como obediencia en la fe.

8. Confianza en Cristo, Pastor Supremo y en la asistencia del Espíritu Santo: la fe nos asegura el auxilio del Espíritu Santo y el gobierno misterioso de Cristo, Pastor Supremo, Señor de los siglos y de la Historia, que no abandona a su Iglesia ni la abandonará jamás. Con esta confianza y un aprecio sincero al Santo Padre estamos invitados a renovar nuestra fidelidad al Ministerio Petrino, y al Sucesor del Apóstol Pedro, el Papa Francisco, quien al ejercer el ministerio confiado, confirma a la Iglesia en la fe, y la preside en la Caridad.

miércoles, 3 de junio de 2015

51. [Homilía] Primera Misa: Tu eres sacerdote eterno



Queridos amigos: celebramos la misa del Corpus Christi, en vísperas de la solemnidad. Esta fiesta fue instituida para conmemorar solemnemente la institución de la sagrada Eucaristía. Ciertamente la santa institución, la celebramos en la misa de la cena del Señor en el jueves santo; sin embargo, el papa Urbano IV quiso instituir un día distinto, fuera del tiempo de la pasión para agradecer a Dios por la institución del sacrificio eucarístico y por la presencia real, substancial, viva y verdadera de Cristo en el pan y el vino consagrados y ofrecidos a Dios para su gloria y para nuestra santificación.

Así nuestra fiesta nos lleva al gran acontecimiento del jueves santo, día santísimo en que Cristo instituye la Eucaristía y el Orden Sacerdotal. A este día se la ha llamado Natalis Calicis, el nacimiento del cáliz; y precisamente por ello adquiere un significado muy profundo para mí, en el día dichoso en el que por primera vez ofrezco, como sacerdote,  el sacrificio de nuestra redención presidiendo la Eucaristía.

En el libro del Éxodo hemos escuchado como Moisés ha sellado la primitiva alianza con la sangre de los animales que ofrecidos en sacrificio unían al pueblo con Dios. La sangre establecía un vínculo, una parte de ella, de la vida que se entregaba a Dios, se derramaba sobre el propiciatorio del altar y otra parte se utilizaba para la aspersión del pueblo, de modo que un elemento común tocaba a Dios implorando misericordia y tocaba al pueblo juramentando fidelidad, por la mediación de Moisés.

Esta antigua alianza anunciaba una realidad viva que iniciaba y que vendría con plenitud más tarde. Así, la carta a los hebreos nos explica que Cristo, Sumo sacerdote, único mediador perfecto entre Dios y los hombres ha ofrecido su sangre para purificarnos de nuestros pecados y ofrecer al Padre Eterno, impulsado por el Espíritu Santo, un culto agradable en su presencia. Él ha unido, al derramar su sangre, a la humanidad con Dios, obteniendo los bienes definitivos, la redención, el perdón de los pecados.  

Ahora bien, en la antigua alianza la sangre caía sobre el pueblo y  sobre el altar. En la nueva alianza la sangre del Hijo de Dios se ofrece al Padre sacramentalmente en el cáliz, la misma sangre que se derrama en la cruz. En el cáliz se contiene la sangre preciosa, en el Calvario se derrama. ¡Que gran misterio es este! Jesús instituye la Eucaristía como anticipación de su sufrimiento y muerte, para que su sangre derramada en la cruz nos alcance a todos nosotros, no como aspersión exterior sino como bebida de salvación, como comunión. Y lo mismo podemos decir del cuerpo que se entrega al oprobio en el calvario, y que se hace pan de vida en el altar. Un mismo acto es, entonces, memorial de la pasión y sacramento de comunión, de salvación, de vida eterna.

Ofreciendo pan y vino, Jesús ejerce el sacerdocio como Melquisedec y sabiendo que sube al Padre y permanece para siempre en el altar celeste para interceder por nosotros, instituyó el orden sagrado al mandar que se hiciera el sacramento en memoria suya a sus apóstoles. Así, Cristo mismo se aseguraba de hacer visible su mediación sacerdotal, de prolongar su acción salvífica y de que la gracia de su sacrificio alcanzara a todos los hombres de todos los tiempos. De algún modo, todo sacerdote nace el jueves santo, y todo sacerdote nace, al participar, no por sus méritos sino por elección y mandato divino, para ofrecer el santo sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Cristo, para el perdón de los pecados.

El cáliz que nace el jueves santo contiene el misterio de la redención, misterio que ahora se me encomienda custodiar, celebrar y dispensar. Hoy nace también este cáliz para mí, pues aunque fui ordenado sacerdote hace pocos días, es el día de hoy en el que puedo cantar con temor y gratitud: levantaré el cáliz de la salvación, te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocaré tu nombre Señor, en presencia de todo el pueblo.

Mis queridos hermanos: estoy lleno de gozo por el sacerdocio que el Señor Jesús me ha confiado. Él es sacerdote, principalmente, porque se ofreció a sí mismo, impulsado por el Espíritu Santo, como víctima al Padre. Oren por mí, para que mis debilidades y fragilidades no oscurezcan el rostro de Cristo en mi ministerio; oren por mí, para que aprenda de Cristo a ofrecerme a mí mismo, a entregar mi vida cada día por mi amada Iglesia y para gloria del Padre.  




viernes, 3 de abril de 2015

50. [Homilía] Viernes Santo: El Rey que da la Vida


Por amor a la humanidad el Padre eterno envió a su hijo al mundo, para que haciéndose hombre y en todo semejante a nosotros pudiera ser el mediador perfecto entre Dios y los hombres.

Por amor a la humanidad, El Hijo eterno del Padre, se humilló, se anonadó y tomó nuestra naturaleza, una naturaleza frágil, débil, de barro, que padece, que sufre, que muere, sometiéndose a todos nuestros sufrimientos y dolencias, incluso a la muerte y a la muerte más ignominiosa en su tiempo: una muerte de cruz.

Por amor a la humanidad, El Espíritu Santo, el amor eterno de Dios, confeccionó el cuerpo humano de Jesús de el vientre purísimo de María, de su propia carne, y lo consagró para que se ofreciera a sí mismo como víctima de propiciación por nuestros pecados para que no sólo fuera mediador y sacerdote sino que él mismo fuera la ofrenda de salvación.

Así, por el gran amor con que Dios nos amó, el Hijo de Dios, vino a ser para nosotros causa de salvación: Jesús,  Dios que salva,  el Cristo, el ungido para anunciar y realizar la salvación a través de su ministerio, de su servicio, de su oración y del sacrificio de su vida.

Él glorifica al Padre cuando muere en la cruz, porque muestra a toda la humanidad el inmenso amor del Padre quien entrega a su Hijo único a la muerte para rescatar a la humanidad de la muerte. Él restablece el honor y la gloria del Padre ofreciéndole una adoración perfecta en su humanidad llena de gracia y santidad a través de su gran piedad, y, al hacerlo, lo hace también de parte de todos nosotros, representando como cabeza a todos los hombres que convoca a su reino y que desea sean ellos también adoradores del Padre en Espíritu y en verdad. 

El Padre glorifica a su Hijo crucificado, porque precisamente en la cruz, lo establece como Rey pacífico, amantísimo, victorioso, conquistador en el amor de un reino eterno y lo constituye Soberano de todos los siglos: pues aunque siendo Rey desde siempre por ser Dios en todo igual al Padre, ha sido a través de su sangre que hemos podido incorporarnos a su reino, el mismo reino que el Padre le entrega en herencia en el Calvario y que él le ofrece al Padre como pueblo de su propiedad.

Él, Jesús, Nuestro Rey y Señor, también, nos muestra la gravedad del pecado, causa de la muerte, asumiendo con humildad todas las consecuencias, efectos, penas y daños que el pecado ocasiona a la humanidad. Si por la soberbia de Adán se desató la muerte, por la humildad del Cristo seremos desatados de la muerte. Si por la desobediencia de Adán y por nuestros pecados nos hicimos culpables y reos de castigo, por la obediencia inmaculada del Cordero inocente,  seremos hechos justos, inocentes como él, y liberados del castigo podremos gozar de la vida que nos da la cruz. Si al pie del árbol del Edén vimos nuestra condenación, al pie del árbol de la cruz hemos contemplado nuestra redención.

Hoy que contemplamos al Hijo de Dios crucificado consideremos el daño del pecado, su gravedad, su seriedad. Celebremos solemnemente, entre el dolor de  la contrición sincera, con el corazón arrepentido de nuestros pecados y el alma llena de luto, el amor insondable de Dios, que se compadeció con todos nosotros y que hizo suyas nuestras miserias para poder remediarlas. Gravísimo es el pecado que el Hijo de Dios tuvo que morir para sanarnos y liberarnos. Pero más grande es el amor que quiso someterse a este daño voluntariamente por compasión y misericordia.

El remedio de nuestras miserias lo vemos bajo el velo del misterio: para abrirse la fuente de la misericordia era necesario que el Hijo compadecido de toda la humanidad y lleno de amor por todos nosotros padeciera mucho y fuera abierto su corazón como fuente inagotable de misericordia para el mundo. Así, no sólo contemplamos el daño terrible del pecado sino que celebramos que hoy mismo, se ha abierto para todos la fuente de la gracia: el corazón de Jesús, lleno de amor para la humanidad.

La celebración de la muerte del Señor, es acción solemne de gratitud, pues hoy ha sido abierto para toda la humanidad el tesoro de la gracia, hoy la salvación alcanza a la humanidad pecadora por Jesús. Hoy damos gracias a Dios puesto que si por nosotros sólo nos ha venido el pecado y la desgracia, hemos perdido el cielo y merecido el castigo, por la dolorosa pasión de Jesús nos ha sido concedida la salud y toda gracia, la salvación, aún el mérito y la gloria, que se alimentan de su única fuente: el corazón de Jesús, lleno de amor para la humanidad. 

Hoy, mis hermanos, adoremos a nuestro Rey, quien ha hecho un reino de sacerdotes para nuestro Padre y una nación santa, quien nos ha hecho sus hermanos y nos hace hijos de un mismo Padre, a través de su muerte. Hoy contemplamos al Rey que da la vida por su reino, y lo adoramos. Hoy queremos postrar nuestro corazón ante Él y decirle: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi, pecador, ábreme las puertas de tu reino, abre las puertas de tu corazón a todo el mundo, sigue derramando para con toda la humanidad tu amor y tu misericordia. Aceptamos tu sacrificio, veneramos tu santa cruz, somos tu reino, queremos vivir bajo la cruz, siguiendo el ejemplo de tu amor infinito.

domingo, 22 de febrero de 2015

49. [Homilía] El Cristo penitente

Rupnik, Icono en Mosaico, Santuario San Padre Pío de Pietrelcina, San Giovanni Rotondo

Queridos hermanos: adoremos a Cristo, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió. Dios nuestro Padre, quien es siempre fiel a su Palabra, ha cumplido hoy sus votos. Él ha hecho una alianza perpetua (Gn 9, 8-15) que está siempre presente a sus ojos. El pecado no tendrá la victoria sobre la humanidad, sino que él mismo proveerá el remedio y el auxilio para rescatarla de la destrucción del mal. Pero, ¿qué remedio nos ha dado? ¿qué misterio encierra el agua, qué misterio encierra el arco iris, qué significa la promesa de una nueva indulgencia frente a la injusticia y al pecado?

Hoy contemplamos, en el Evangelio de Marcos (Mc 1, 12-15), a Jesús, el Cristo orante y penitente. Él mismo ha sido enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu Santo, lleno de amor a la humanidad, para salvar a los hombres pecadores, injustos como somos, y llevarnos a Dios (1 Pe, 3, 18-22). Ha iniciado un camino que nos alcanza la reconciliación con el Padre, el don de llegar a ser hijos suyos, templos de su Espíritu y coherederos de su reino. Este es el motivo por el cual el Hijo de Dios, se hizo hombre como nosotros, para que nosotros pudiéramos vencer el mal y el pecado por medio de su gracia. Así, Dios no destruiría más a la humanidad sino que destruiría al mal y al pecado que hay en ella, a través de su muerte: a través de un nuevo signo, de una nueva agua, y de una luz perfecta que cubre los cielos.

La cuaresma nos prepara para la semana de la Pasión, en la que Jesús muere por nosotros y resucita, venciendo a las tinieblas y purificándonos por un agua nueva, un agua viva como él: el agua que brota de su costado abierto y que se vuelve la fuente del bautismo. Si en otro tiempo Dios abrió el cielo para dejar caer lluvias torrenciales, ahora, el cielo mismo, Jesús, ha abierto su costado como fuente inagotable de misericordia para el mundo entero. Él alzado sobre el monte y con los brazos abiertos en la cruz traza el signo indeleble de la alianza, un signo de luz en medio de la tempestad. En verdad que el agua del diluvio era figura del agua que brotaría del costado abierto de Jesús, un agua que no conlleva la muerte de los injustos sino la muerte del justo para la salvación de los injustos, un agua que es figura del bautismo (1 Pe 3, 20), que nos salva y nos une a Jesús muerto y resucitado.

Hoy, Él movido por el Espíritu, lleno de amor a su Padre y a su plan de salvación se dirige al desierto en donde hace penitencia por nosotros. El Cristo Penitente se enfrenta al demonio y lo vence. Y esta batalla, que Cristo libra a través de su oración y penitencia durante 40 días y 40 noches es el preludio de su pasión que será su victoria definitiva contra el demonio, contra el mundo, contra la carne. Y la Iglesia que es el cuerpo de Cristo y somos todos nosotros, para conmemorar la Pascua y el don de la vida nueva en Dios, se prepara uniéndose más insistentemente al Cristo orante y penitente.

Así como él, antes de su ministerio público, antes de ofrecer su sacrificio redentor, se preparó por la penitencia, el ayuno y la oración para luchar contra el pecado, nosotros también nos unimos a su corazón penitente para vencer al pecado en nuestras vidas, en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestra ciudad, en nuestra Patria y en todo el mundo. Oremos y ayunemos unidos al Cristo penitente que nos precede en la lucha contra el demonio y confiemos en su victoria y no en nuestras fuerzas. Confiemos en que nuestro ayuno y oración, si los hacemos unidos a la vid, a Cristo, con actitud humilde y corazón contrito, con la fuerza de su gracia, nos alcanzará la victoria de la fe.

Jesús, el Cristo penitente, que por nosotros fue tentado y por nosotros murió, nos conduce con paciencia y dulzura a renovar con libertad y gozo el don de nuestro Bautismo en la santa noche de la pascua. A esto nos invita hoy Jesús. Él nos dice ¡Arrepiéntanse y crean en el Evangelio! (Mc 1,15) Creamos en Él, en su amor eterno, en su ternura eterna (Sal 24), en su sacrificio redentor y en su resurrección victoriosa. Arrepintámonos de nuestros pecados y enderecemos nuestros caminos con un examen de conciencia sereno y ponderado ante Dios y con el deseo de vivir como hijos suyos. Ofrezcamos con gran gratitud el santo sacrificio de Jesús, y renovemos la alianza con el Padre, contemplando el corazón abierto de Jesús del que brotó el agua de nuestra salvación, y la sangre que se ofrece en este altar, sangre de la nueva y eterna alianza.

+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

I DOMINGO CUARESMA, CICLO B, 22 DE FEBRERO DE 2015

sábado, 14 de febrero de 2015

48. [Homilía] Soy un leproso errante

Cristo cura al leproso, Rupnik, Santuario de San Pío de Pietrelcina, San Giovanni Rotondo

Queridos amigos: este domingo la Palabra de Dios nos lleva de la mano para conducirnos a contemplar a Jesús y agradecer la obra que ha realizado en favor de la humanidad, en favor tuyo y en favor mío. Él mismo nos quiere explicar lo que quiere hacer con notros en esta Eucaristía y cada día de nuestra vida.

En primer lugar, hemos escuchado en el libro del Levítico (Lev 12, 1-2.44-46), una serie de instrucciones que Dios dirige a Moisés en relación a los leprosos: cuando en alguna persona se vean los signos de la lepra, los síntomas, ella será declarada impura por los sacerdotes; se le impondrá una forma de vestir, propia de los penitentes, y se le excluirá de la comunidad, condenándole a vivir en soledad, aislado de los demás.

En nuestros días este modo de proceder nos puede parecer extraño e incluso inhumano. Pero tratemos de entender lo que nos dice. Por un lado, si consideramos que se trata de una enfermedad sumamente contagiosa, el sentido de la ley era preservar de la enfermedad a la comunidad, evitar el contagio, contener su poder destructivo. Pero, por otro lado, esta enfermedad, como el resto de las experiencias en el pueblo de Dios, se interpretaba desde una vivencia profunda de Fe en el Dios de la alianza, que actuaba en favor de su pueblo y que lo cuidaba.

De este modo, la enfermedad, señalaba algo más: la impureza. Hoy podemos decir que la lepra, señalaba la impureza quizá no de este hombre en particular, sino del hombre, de la humanidad, la herida de su pecado. Y no sólo señalaba la fuerza destructiva del pecado en una persona, sino también en una comunidad, y por ello, se mandaba la exclusión, la expulsión de la ciudad. Señalaba el aislamiento que el pecado genera, la clausura a la comunión y la penitencia necesaria. En este sentido, podemos decir que el leproso es un profeta, porque nos anuncia la lepra que todos llevamos en el corazón.

Jesús conocía muy bien la ley, porque él era su autor, y conoce al hombre como se conoce a sí mismo, con profundidad y extensión. Él sabe perfectamente la altura de la vocación del hombre y  el fundamento firme de su dignidad, pero, también sabe la capacidad destructiva que el pecado tiene para corromper, lesionar, lastimar al hombre, frustrar su vocación y someterlo a una vida indigna hasta lo impensable.

Hoy, mis hermanos, contemplemos al Hijo de Dios que se hizo hombre para poder ser alcanzado por todos nosotros quienes llevamos lepra y peores cosas en el alma (Mt 1, 40-45). Él se deja encontrar por nosotros, para eso ha venido, para sanar, purificar, recrear nuestros corazones. El primer paso Él lo ha dado, descendiendo a nosotros, ahora es necesario que impulsados por la fe en su poder para liberarnos, nosotros demos el siguiente paso: el arrepentimiento. El leproso soy yo, eres tú, somos todos, es mi pueblo, es tu pueblo.

Aprendamos de nuestro hermano en la lepra: él nos muestra con sus gestos la actitud del corazón que necesitamos. El leproso es nuestro maestro, nos da ejemplo: nos enseña a elevar la mirada, a dejar de mirar nuestra enfermedad, dejar de contemplar nuestras carencias, nuestras derrotas, nuestras miserias, necesitamos mirarlo a Él, gritarle a Él, acercarnos a Él, al Cristo, al Señor, y postrarnos en su presencia, adorarlo, reconocer su poder, confesar su autoridad, su amor, su misericordia, suplicarle de rodillas que sane nuestro corazón, nuestra alma, que nos haga capaces de amar y de servir con libertad, con totalidad. El corazón, mis hermanos, en el corazón está la lepra, esa dureza que nos excluye, que no aísla, nos esclaviza y no nos deja amar a Dios nuestro Padre como verdaderos Hijos, ni nos deja amar a nuestros hermanos como Jesús nos amó, hasta el extremo, hasta la entrega definitiva. 

Jesús, mis amigos, es la compasión, la misericordia de Dios que nos alcanza, que quiere con amor profundo a cada hombre y a todos los hombres y que sana a cuantos se acerquen a Él para restablecerlos y llevarlos a vivir con pleno derecho a la casa de su Padre.  Hoy, mis hermanos, Jesús se acerca a nosotros en esta liturgia. Abramos el corazón y digamos con humildad: Yo soy el leproso. Mi pueblo tiene lepra. Adorémoslo, y supliquémosle. No tengamos miedo en confesar nuestra lepra. Es precisamente porque soy leproso que puedo ser profeta: profeta del perdón, de la misericordia, del poder de Dios. Es siendo leproso que puedo ser dichoso y decir a Jesús: tú perdonaste mi culpa y mi pecado (Sal 31), me has sepultado el delito  y me llenas el corazón de gozo, ahora puedo seguir tu ejemplo, y buscar no mi propio bien sino el de la mayoría, para que se salven, (1 Cor 10, 31-11,1) porque tu me has salvado.

+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

VI DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 15 DE FEBRERO DE 2015

jueves, 12 de febrero de 2015

47. [Homilía] Servicio Militar

Daniel Mitsui, La batalla

Queridos hermanos: el Evangelio que hemos proclamado (Mt 1, 29-39) nos trae a la memoria la actividad de Jesús, actividad que realizó durante su ministerio en el tiempo de su vida mortal y que sigue realizando en la vida de la Iglesia de modo misterioso.

Pongamos atención y veamos los detalles: Jesús sale de la sinagoga y visita la casa de Simón y Andrés. Fíjense bien que Jesús visita la casa de sus amigos. Entra en ella y observa, escucha, está atento de las necesidades, y su presencia se deja sentir enseguida. Rápidamente le notifican que la suegra de Pedro se encuentra con fiebre. Observemos un dato: Jesús sabía bien de la situación de la mujer, pues no hay cosa oculta a sus ojos, pero permitió que le fueran a contar, a suplicar, a interceder.

Esto mis queridos amigos, se cumple en nuestras vidas, cuando el Señor se presenta y toca la puerta de nuestro corazón diciendo: «he aquí que estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y me abre la puerta entraré a cenar con él» (Ap 3,12). Él nos ha elegido y nos ama con amor profundo, un amor eterno y muy cercano, un amor de la más santa y perfecta amistad. Él como con Simón quiere visitar nuestra casa, la casa del amigo. Y aquí, quiero decirles que por casa podemos entender varias cosas.

En primer lugar quiere visitar nuestra alma, habitar en ella, observar, escuchar, atender nuestras necesidades y dejar sentir su presencia.  Él conoce bien las circunstancias de nuestra alma pero también quiere que nosotros recurramos a Él con humildad a manifestarle nuestras carencias, nuestras miserias, presentarle nuestras luchas y nuestra enfermedad. Y también quiere que intercedamos por otros, que supliquemos con fe.

La suegra de Pedro luchaba contra la fiebre, ella se encontraba postrada, en un esfuerzo continuo por sanar, agobiada. Y en ella estamos representados todos. Nosotros también luchamos contra la fiebre, a veces postrados en un esfuerzo continuo por sanar. Luchamos contra nuestros pecados, contra nuestros defectos, contra todo aquello que no permite que nuestro corazón sea libre para amar a Dios y al prójimo. Y también somos testigos de las luchas de nuestros prójimos, a veces realmente devastadoras.

Pero el Señor sabe muy bien que la vida del hombre en la tierra es como un servicio militar (Job 7, 1) y que en la batalla ardua en la que nos encontramos solamente su gracia puede sanarnos,  levantarnos y darnos victoria.  ¿Quién puede ir al servicio militar, al frente, estando enfermo? Nadie puede, y, sin embargo, Él no nos abandona a la derrota sino que carga nuestros dolores (Mt 8, 17) y pelea nuestras batallas. Se acerca y nos toma de la mano, nos toca, nos levanta, nos restablece y hace libres nuestros corazones para el amor, para la oración, para el servicio. Nos hace participar de su victoria, la victoria del amor.

La suegra de Pedro se levantó y se puso a servirles, pues el Señor la había sanado y la había liberado de sí misma para darse a los demás. Esto mismo, mis hermanos, experimentó San Pablo, cuando el Señor lo sanó y lo liberó para servir como ministro del Evangelio. Su corazón tan libre y tan grande, lleno de amor lo impulsó a hacerse esclavo de todos para ganarlos a todos para Cristo (1 Co 9, 16-19) en la lucha por el Evangelio. En él se significa la experiencia del discípulo que ha visto al Señor en su corazón y se ha dejado sanar por él con humildad, y habiendo sido adquirido en el amor no puede hacer otra cosa que servir a Jesús y a su reino, como en una dulce obligación.

Pero, la casa, además de representar el alma, también representa todo lo nuestro, todas las realidades humanas en las que Jesús quiere reinar y que se encuentran sometidas también a distintas luchas y enfermedades. La casa representa tu familia y mi familia, mi comunidad, nuestra Parroquia, nuestra Arquidiócesis, nuestra Ciudad, nuestra Patria. Aquí también Jesús quiere entrar para sanar, reparar, reconstruir, y darnos libertad. Aquí Jesús quiere hacer presente su reino, en tu corazón, en tu casa, en nuestra parroquia, en nuestra Arquidiócesis, en nuestra ciudad, en nuestra patria y en todo el mundo. Aquí también, nosotros nos encontramos en servicio militar, en ardua lucha, para suplicar por toda realidad postrada y enferma al único que puede salvarnos y para ponernos, con su ayuda, al servicio del prójimo necesitado.


Hagamos oración, mis amigos, por cada uno de nosotros para que el Señor entre a nuestro corazón y nos libere de las cadenas que no nos dejan servir, principalmente de la fiebre del egoísmo. Oremos fervorosamente para que el Señor entre en nuestra familia y nos ayude a sanar todas aquellas enfermedades que pudiera haber: enemistades, resentimientos, divisiones, envidias, etc; para que en nuestra familia se manifieste siempre el amor y la paz de Dios. Hagamos oración por nuestra ciudad y por nuestra patria que se encuentra también postrada en una gran fiebre de violencia contra la vida, de injusticia y de inmoralidad para que el Señor Jesús nos salve a todos con la fuerza de su Espíritu y nos lleve al Padre misericordioso, que nos quiere heredar su reino y darnos la victoria de la fe. Ofrezcamos todos juntos el sacrificio de Jesús, que vence todo mal y sana todo.

+ En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

V DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 8 DE FEBRERO DE 2015

domingo, 1 de febrero de 2015

46. [Homilía] Un profeta como yo



Queridos hermanos: hoy, reunidos frente al altar sagrado para ofrecer a Dios nuestro Padre el sacrificio de Jesús, que conmemora su pasión y su gloriosa resurrección, hemos escuchado un fragmento importante de uno de los discursos que Moisés dirigió al pueblo y que se encuentran en el libro del Deuteronomio. 

El libro del Deuteronomio recoge los grandes discursos de Moisés, que forman parte de la ley y que se volvieron el criterio de discernimiento que Israel tenía para conocer la voluntad de Dios. Este texto, es parte de un discurso de despedida, y, por tanto, cobra una gran importancia, pues se trata de las últimas palabras de Moisés, de la segunda ley,  la última ley, las últimas recomendaciones. 

Allí Moisés le promete a su pueblo, que en su ausencia, Dios no los abandonará: «El Señor Dios hará surgir en medio de ustedes, entre sus hermanos, un profeta como yo. A él lo escucharán.» (Dt 18,15). Hoy contemplamos un hecho maravilloso: el Dios de las promesas firmes hizo una promesa solemne a Moisés, de la que da testimonio el texto sagrado: «Yo haré surgir en medio de sus hermanos un profeta como tú. Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo.» (Dt 18, 18)

Dios se comprometió con Moisés, y con su pueblo. Pero, ¿qué prometió? ciertamente prometió enviarles otro profeta, pero no sólo otro profeta, porque dice la escritura en el mismo libro que  «no surgió en Israel otro profeta como Moisés» (Dt, 34, 4), es decir, a pesar de la promesa,  no hubo nadie como él, aunque ciertamente Dios suscitó otros profetas importantes y notables. De modo que prometió enviarles algo más grande que un profeta, un profeta semejante a Moisés un mediador tan importante como él. Pero, ¿quién es Moisés? ¿Qué significa un nuevo Moisés? ¿Por qué él es grande? ¿De qué altura estamos hablando? ¿En qué consiste esta semejanza? Pensemos en Moisés.

1. Moisés fue el mediador de la ley y de la alianza. Así, Dios prometía a Moisés enviar un nuevo mediador de la ley, uno que tendría su autoridad como mediador de la ley perfecta, fundada ya no en el temor sino en el amor, quien sería también mediador de una alianza perfecta, consignada no con la sangre de animales sino mediante un acontecimiento nuevo, velado todavía a la mirada de Moisés pero presente ya en la mirada providente de Dios. Pero, toda la vida de Israel se fundaba en la ley y la alianza, ¿cómo es que se habla de un nuevo Moisés? la promesa, entonces, refiere a una renovación total en la vida de Israel. Vendría uno, que puede poner nuevos cimientos a la vida del pueblo, no destruyendo los anteriores, sino llevándolos a plenitud (Mt 5, 17). 

2. Pero Moisés es todavía más, fue el liberador de su pueblo. Moisés liberó con la fuerza de Dios, con brazo extendido y mano poderosa a Israel de la dominación de Egipto. Así, con esta promesa Dios anuncia también un nuevo Éxodo, una nueva Pascua, que acontecería en el misterioso designio de Dios. El Éxodo es la «salida», y la «Pascua«» es el «paso», de modo que la promesa de Dios indica suscitar en medio de Israel un profeta que haga «pasar» al pueblo de una situación de esclavitud a una situación de «libertad», de una situación de encarcelamiento a su «salida», para poder ofrecer a Dios un culto adecuado (Ex 3, 18; 5,4; 8, 17) y vivir de acuerdo a su voluntad

3. Pero, ni siquiera, esto agota la importancia de Moisés. Benedicto XVI,  meditando sobre este texto nos dice que lo más importante de Moisés era su amistad con Dios: había tratado con el Señor «cara a cara»; había hablado con el Señor como el amigo con el amigo (cf. Ex 33, 11). Moisés es el amigo de Dios, quien habla con Él francamente y por eso puede ser mediador, liberador y redentor porque permanece siempre en Él. De modo que la promesa que Dios le hizo a Moisés fue suscitar un mediador que permaneciera siempre en su presencia, que tratara con Él cara a cara y que hablara con él como lo hace el amigo con el amigo, de tal modo que lleno de sus palabras y con su fuerza podría ser mediador perfecto para liberar, interceder, redimir y revelar.

* Hoy en el Evangelio de Marcos hemos visto el cumplimiento de esta promesa. Jesús, en medio de sus hermanos, en la sinagoga y cumpliendo la ley, enseña. Y enseña con autoridad, su autoridad le viene precisamente de su amistad con Dios, de que habla con él cara a cara, como habla el amigo con el amigo, el hijo con su Padre. Es una autoridad privilegiada, nunca se había visto tal autoridad, el caso semejante en la historia es Moisés, pero aún Moisés recibía su autoridad de otro quien era siempre trascendente, en cambio Jesús, aunque recibe su autoridad de otro que lo ha enviado, el Padre, la tiene como algo propio, que deriva de su ser Hijo. La autoridad de Jesús, entonces, es semejante a la de Moisés en cuanto a que se funda en la amistad de Dios, pero es infinitamente tanto más perfecta, cuanto su amistad con Dios es totalmente plena, profunda y eterna, porque es un amor y una presencia que existe desde siempre y por siempre: Él está en el Padre como Hijo, en la unidad del Espíritu Santo, que es el Amor Eterno. 

Hoy, Dios da cumplimiento a su promesa con sobreabundancia porque  si en otro tiempo ni siquiera Moisés, el amigo de Dios, pudo contemplar el rostro de Dios por más que lo pidió y vio sólo su espalda, ahora el Hijo, quien está siempre en la presencia del Padre, no sólo ha visto su rostro, sino que quienes lo ven a Él, ven el rostro del Padre.  Así, Dios mismo, fiel a sus promesas, nos presenta a su Hijo, quien no sólo hablará palabras divinas, sino que Él mismo es su presencia en medio de nosotros. Él mismo es la Palabra hecha carne para nuestra salvación, Palabra que abre nuestras mentes al conocimiento de Dios y nuestros corazones a la nueva ley, que ya no está escrita en piedra, sino en nuestras almas con la gracia del Espíritu Santo que nos comunica el amor de Dios, plenitud de todo mandamiento y de toda vida.

Si Moisés nos dio a conocer las espaldas de Dios y nos reveló la ley, Jesús nos muestra el rostro del Padre y nos da la nueva ley, la ley del amor perfecto, hasta el sacrificio de sí mismo. Si Moisés hablaba con Dios como su amigo, Jesús, desde siempre y por siempre vive en eterno diálogo con Él como su Hijo unigénito. Si Moisés consignó la alianza del pueblo con Dios a través de la sangre de animales, Jesús consignó la nueva y eterna alianza con la humanidad a través de su propia sangre santísima. Si Moisés le dio órdenes al faraón para que dejara salir a Israel de Egipto, Jesús hoy da órdenes a los demonios, y éstos se le someten. Si Moisés liberó a Israel de la opresión y lo hizo pasar por el mar rojo, Jesús nos libera del pecado, sometiendo al demonio, y destruyendo su dominio en las aguas de la salvación que brotan de su costado abierto. Si Moisés fue mediador del Maná, pan del cielo, hoy Jesús se hace  pan partido para nosotros.

Hoy damos gracias a Dios, Nuestro Padre, por que ha enviado a su Hijo, y le ofrecemos en adoración al mismo Hijo que nos ha entregado para nuestra salvación, pidiéndole que también nosotros, por el ministerio de Jesús, podamos vivir constantemente y sin distracciones (Co 7, 35) en presencia suya, hablar con él cara a cara, como habla un amigo con su amigo, como habla un Hijo con su Padre. Acerquémonos a Jesús quien es nuestro mediador con el Padre, y en él descubramos la alianza que nos  hace hijos y que nos llena de Esperanza.


IV DOMINGO TIEMPO ORDINARIO, CICLO B, 1 DE FEBRERO DE 2015